Por Carlos Lavín Figueroa*
Repasando por ene vez los voluminosos tomos de Historia General del Arte, impresos en Paris en M.CM.LII, bajo la dirección de Georges Huisman Director General de Bellas Artes, con colaboración de los conservadores de los museos de Nantes y de Fontainebleau, profesores de La Sorbona y del Museo de Louvre, entre otros más, bellos libros empastados en piel que me regalaría mi padre Carlos Lavín Oliveros, en su tomo II me reencontré una vez más con un seca tinta, de esos que usábamos los alumnos de primaria para secar la tinta de nuestras plumas fuente, cuando el bolígrafo recién inventado no era todavía popular, y ahí lo había puesto yo a modo de señalador ¡más de medio siglo atrás!, ahí mismo lo he dejado. Tocarlo me remontó a aquellas épocas de la Cuernavaca de los cincuenta, a la de mi niñez.
Estos seca tinta los regalaban los cines para promocionar las películas que proyectaban, en este caso era de una Walt Disney, El Capitán de la Guardia, con Richard Todd y Glynis Johns, color por Technicolor, con todo el esplendor de la corte inglesa de Enrique VIII, que la pasaron en el entonces Cine Ocampo un domingo 27 de marzo, veo el calendario perpetuo, era 1955, recién tenía yo 8 años. El reverso era de cartoncillo poroso para secar la tinta pero teníamos que hacerlo con cuidado o se extendía en el papel, escribir a tinta era todavía artesanal. Como en Casablanca mi favorita, me hizo añorar otra tinta, aquella que elaborábamos con buganvilias machacadas con gotas de agua, con la que escribíamos cartas a las compañeras, tenía la ventaja que al secarse en unos minutos lo escrito desaparecía y no quedaba evidencia de nuestro amor ya ni tan platónico, lo que evitaba posibles burlas de nuestros compañeros.
Otra más romántica era escribir con jugo de limón, cartas, que para poder leerlas era necesario pasarles un cerillo atrás del papel y lo escrito aparecía. Y estas formas de mensajear se extendieron a la secundaria, sumándose nuevas experiencias, como aquella cuando por las mañanas los amigos del rumbo nos subíamos al camión urbano, Armando y Sergio Taboada, Rafa Laue entre otros, sentados siempre al fondo, camión que con sus movimientos avivaba instintos que abultaban nuestros pantalones y aún ya en el salón de clases y sentados en la banca practicábamos el levantamiento de libros, pero también le hacíamos al futbol americano, al soccer, al básquet, natación-buceo y mucha bicicleta. Bajábamos a las barrancas por lianas y raíces, escalábamos azoteas, practicábamos alto equilibrio corriendo sobre bardas, íbamos a la matiné, dos películas en las domingueras mañanas del Morelos antes y después de ser remodelado por primera vez, sentarnos por horas junto a la que nos gustaba era lo más ansiado, mano sudada, besos de chocolate, y de pronto… hábiles en botones y broches de gancho, oír en cabinas y comprar discos en la discoteca Yoli de don José Gómez Bonola en la calle de Guerrero, entonces discoteca era una tienda de discos, Los Plater’s, con Only you; Elvis, Blue suede shoes; Los Carpenter, Close to you; Guzmán, Tu cabeza en mi hombro-oo; Costa, Ahujetas (así) de color de rosa; Laboriel con Siluetas y Beatles con She loves you, y ya en los setenta Gualberto Castro con Hasta que vuelvas cuya letra es de nuestro Director Editorial en La Voz del Norte Mario Arturo Ramos. En los paseos domingueros alrededor del jardín hoy Plaza de Armas, pardeando el sol los hombres caminaban conforme a las manecillas del reloj y las mujeres en sentido contrario, costumbre conservada por cien años en Cuernavaca, desde antes del porfiriato cuando en esa época romántica de valses, fox-trots, y polkas entre estas surgió “los muchachos por aquí, las muchachas por allá y sentados en las bancas los papás y las mamás”, pero ya en nuestro tiempo sin ellos, hombres y mujeres adolescentes nos encontrábamos cada media vuelta, eran unos segundos, las miradas furtivas embelesaban, miradas que entre los amigos nos ayudábamos a interpretar; pasando el grupo de chicas surgían los arrebatados comentarios; no te peló, te vio pero con ojos de no-me-interesas; otros más cuates, si te echó los perros, quiere contigo, llégale o te la bajan, no te va a esperar, fulano le quiere llegar y aquí anda, y aparecían los escalofríos, ¿cómo me le declaro, donde?, ¡pues a la salida pero mañana güey! ya no puedes esperar, hoy, güey se transformó en wey, y es más usado por y para mujeres.
Todavía en la secundaria, en 3º, llegó mi primer auto, una carcacha Ford 31, decían era de Eliot Ness el de Los Intocables, que mi padre “me ayudó” con tres cuartas partes para comprarla a su compadre y amigo de la infancia Edmundo Aragón Rebolledo, en esos meses por las tardes yo trabajaba con mi padre cómo tomador de tiempo y pagador los sábados cuando construyó los puentes del libramiento, y con esta nueva vía, el tránsito carretero dejo de pasar por las céntricas avenidas Morelos y Obregón. Entonces dar La Vuelta al Jardín era ya en auto, yo escojo ventana de jardín peleaba el Güero Rodríguez, hoy suegro de Raúl Araiza, como conductor me tocaba lado de jardín y así pasaba más cerca de las chicas. Cuando se nos hacía noche; ya joven Lavín, ya váyase a su casa, me decían afectuosamente los oficiales que vigilaban el Centro, aún está en activo el ahora Comandante de la Policía Turística del Centro Histórico, Rodolfo Nájera.
La Vuelta al Jardín agonizaba en los sesenta cuando era común saludar a incontables personajes como a Siqueiros afuera de correos, a García Márquez en La Universal, y rumbo a su casa a pie con libros bajo el brazo al cronista y entonces alcalde Valentín López González del que ya había leído yo todos sus libros publicados sobre Cuernavaca más los de Tirlau. Inmerso en aquella época, de súbito una descarga eléctrica directa al cerebro con estremecimientos en todo el cuerpo me regresó de sopetón al 2013, era el timbre del teléfono, miro alrededor para ubicar donde me encontraba. Tratando de que aquel tiempo no se me fuera, aferrándome a él, recordé cuando un domingo estando en Catedral obligado a oír misa, me separé de la familia y me situé bajo el antiguo coro, a centímetros y de espalda a la gruesa pared, de pronto y en pleno medio día, una mano se asentó firmemente en mi espalda y luego de esto me dio un fuerte empujón, no había nadie a veinte metros, entonces la iglesia no se llenaba, el empujón me obligó a dar dos pasos al frente, no fue espanto, fue una amigable llamada a escuchar la misa que daba el mundialmente vanguardista obispo don Sergio Méndez Arceo auxiliado por el querido padre Nica ya viejo vicario de la Catedral. Por fuera, en ese grueso muro estaban varias lápidas de frailes que siglos antes ahí fueron sepultados, lápidas que retiró el obispo en 1957 cuando remodeló ¡LA! CATEDRAL, donde los cuernavacenses nos saludábamos cada domingo, ahora esto se hace en las plazas comerciales perdidos entre inmigrados… se va perdiendo la identidad.
*Cronista de Cuernavaca.