Por Andrés Garrido del Toral*
Para los que se sienten dueños de la metodología de la ciencia histórica y no admiten más que trabajos sobre materiales originales o fuentes primarias, les argumento que no se vale mutilar los deseos de reinterpretar nuestra historia local: por mucho que se haya escrito acerca de un tema determinado, siempre habrá el descubrimiento de nuevos matices y enfoques que le darán plusvalía al estudio de un objeto. No podemos ser arrogantes intelectuales y pensar que un tema histórico está cerrado porque muchos lo han estudiado. La sana desconfianza sobre una supuesta verdad es fuente del conocimiento y del desarrollo de éste. Reconozco la valía del documento escrito como fuente indiscutible de conocimiento histórico, pero también admito y subrayo que toda realización que parta de la actividad humana es una fuente de la ciencia de la Historia.
En defensa de mi tesis me apoyo en la Escuela Francesa de Annales y en la Escuela Filosófica de Frankfurt, donde encontré todos los elementos a favor para reinterpretar el pasado al que “cada generación tiene la obligación de reescribir”. Que ninguna costra de ideología nos impida ver la realidad. Reconozco que la historia y la memoria tienen por campo de estudio al pasado. La historia es ciencia y, ciertamente, todo lo que no sea conocimiento riguroso de los hechos, no será historia, pero, construir a partir de los hechos explicaciones sobre el sentido de los hechos humanos puede ser interesante para esa rica rama científica llamada filosofía de la historia.
Sé que no hay otro camino para la verdad que la historia, pero la verdad es relativa, como la propia historia. Si la historia es contar hechos, como quiere el historicismo, que los cuente todos y que lo cuente todo. “El problema del historicismo es que no hace ni lo uno ni lo otro. Cuenta, sí, lo más notable, pero se olvida de lo pequeño…”
Por otra parte, coincido con Walter Benjamín en el sentido de que hasta hace poco se tomaba al pasado como “punto fijo y se pensaba que el presente tenía que esforzarse para que el conocimiento se asiera a ese sólido punto de referencia. Ahora, sin embargo, esa relación debe cambiar en el sentido de que el pasado se convierte en envite dialéctico, en acontecimiento de la conciencia despierta.”1 También coincido con Reyes Mate cuando interpreta a Benjamín y concluye que “El pasado no es un punto fijo a disposición de un conocimiento riguroso y sediento de hacerse con toda la realidad, incluyendo la que ha sido. El pasado tiene vida propia, sorprende a la conciencia presente, toma la iniciativa… Se trata de leer el pasado como un texto que incluso nunca fue escrito”.2 Mi atención al pasado queretano no está dirigida por un interés arqueológico sino para incidir en el presente y no volver a cometer los errores del pasado como sociedad o aldea local. El acto de sacar a la luz el sentido oculto del pasado es un acto redentor: salva la memoria y salva al presente.
Que nada del pasado se pierda, y que el cronista que narre los acontecimientos lo haga sin hacer distingos entre los grandes y los pequeños, que dé cuenta de una verdad, que para la historia nada de lo que una vez aconteció ha de darse por perdido.
El problema de caer en conformismos y creer que la historia ya está escrita y no necesita reescribirse es una conducta comodina que tarde o temprano nos cobra la factura de no entender el aquí y el ahora y no tener una visión de futuro. La historia es un conjunto, sí, pero de ideas fragmentadas, de conocimientos perecederos que están sujetos a nuevas iluminaciones, a nuevos enfoques y visiones. Nunca agotamos el estudio del pasado y, cuando creemos arrogantemente haberlo atrapado en definitiva, se nos escurre de entre los dedos. El pasado es el mismo, pero cada generación podrá descubrir aspectos nuevos si dispone de una mirada más afilada, como dijo Michelangelo Antonioni en su film “Blow Up” de 1966: “A mayor luz del presente, mejor percepción del pasado”. En cada época hay que esforzarse por arrancar de nuevo la actitud al conformismo que pretende avasallar la memoria. No hay que dejar escapar la oportunidad de reinterpretar el pasado creyendo que el sentido de un acontecimiento se agota en la forma en que se ha estudiado. No, definitivamente no y es porque el tema en cuestión a mí no se me presenta como inerte y clausurado; para mí está más vivo que nunca, además de que no soy un inapetente de conocimiento ni me conformo con lo que está a la mano desde mi hamaca. El pasado no es sólo lo que fue sino lo que aún puede llegar a ser, y para ello se requiere un colosal esfuerzo retroactivo: toda historia debe ponerse nuevamente en la balanza para que miles de secretos del pasado salgan a la luz, si se me permite parafrasear a Nietzsche: “El objetivo de la memoria es cambiar el presente”.
EL OFICIO DE HISTORIAR
Quien opte por repetir tópicos y frecuentar itinerarios dizque consagrados sólo sacará brillo a zapatos muy gastados; y si lo que queremos es profundizar en el conocimiento de la historia, entonces hay que cepillar esos zapatos de ante a contrapelo, es decir, atender a lo despreciado por otros autores, mirar al otro lado del espejo, fijarnos en el lado oculto de la realidad. Diría Nietzsche sobre las ventajas e inconvenientes de la historia que: “Necesitamos historia, pero la necesitamos de una manera distinta a a como la necesita el holgazán malcriado en el jardín del saber.” Kart Graus, en sus palabras en Versos I afirma que: “La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo repleto de ahora.”
Con el pasado –objeto de la historia- podemos hacer dos cosas muy disímbolas: construir o reconstruir. La reconstrucción es restauración de lo que una vez fue; la construcción, por el contrario, es hacer con los despojos una obra nueva. No deseo caer en el error del historicismo que postula una imagen eterna del pasado. El fruto nutritivo de lo que se puede comprender históricamente tiene en sus entrañas, cual semilla preciosa, al tiempo.
Un dato, un fragmento del pasado, un desecho ignorado por otros autores, puede saltar en cualquier momento y romper con la interpretación que le asigna la lógica general. Una vez ahí sale al encuentro del historiador que quiera conocer el pasado armado de un doble convencimiento: que la pretendida universalidad de la lógica de la historia es falsa y que él, en cuanto fragmento consciente de su destino, sin las tutelas ideológicas de la lógica general, tiene la clave de una nueva universalidad que consiste en poder ver el sentido de una vida analizando el sentido de una obra; y el de una época, analizando el de una vida; y el de la historia, analizando el de una época. El conocimiento que persigue la memoria no tiene que ver con un objeto que está ahí, pasivo, sino con una semilla en la que están latentes posibilidades que el tiempo dejará conocer, preñado de posibilidades. Es la potencialidad que tiene el pasado. El historiador reconstruye el pasado y la memoria el sentido de éste. Se trata de reconocer que se hace vivo todo lo que yace inerte en los textos. Una de las diferencias principales entre la investigación histórica y las otras formas de investigación es que aquella debe tratar con datos que ya existen, pero que pueden ser estudiados desde distintos enfoques.
Utilizo en la redacción de mis trabajos la perspectiva más desprendida e impersonal, con la inteligencia distanciada pero dotada con una mirada de largo alcance porque no se fijó en lo evidente sino que pretendí sacar a flote lo que pasaba desapercibido sólo porque ya lo han tratado muchos autores pero que está ahí, ignorado, pero latente y rico de posibilidades en espera de una nueva visión que lo estudie. Sólo el futuro dispone de reveladores lo suficientemente potentes como para hacer que la imagen captada se haga visible con todos sus detalles. Leer lo que nunca fue escrito. También me quedo con la idea de Karl Raimund Popper en cuanto que ninguna teoría científica puede ser establecida de una forma concluyente.
*Cronista del Estado de Querétaro.