Por Miguel Ángel Avilés*
Cuando era 10 de Mayo en la escuela primaria, forzosamente, escuchabas “Amor de madre” con Los Tigres del Norte o con Pedro Yerena y Juan Montoya, o, en las clausuras de fin de cursos, teníamos que escuchar como fondo “Las coronelas” interpretada por Los Montañeses del Álamo o cualquier otra canción mexicana, necesariamente. Ni modo de poner de esas que escuchaban los gringos. Todos íbamos de blanco y bien peinados, como si realmente fuéramos niños buenos o, si no, te pedían que no dejaras de llevar el uniforme, de preferencia planchado, y los zapatos, casi como un espejo, aunque llegando te pusieras a patear un bote. Al rato nos formaban por grupo, tomando distancia del más chico al más grande, cuando ya habían llegado todas las madres, menos las que ya habían muerto, porque han de saber que había hijos huérfanos, pero de todos modos estaban presentes, no sé por qué, a lo mejor para la pura ilusión, estoy suponiendo, no me vayan a creer, mucho o quizá para que hicieran bola y el director estuviera contento y luciéndose; lo cierto es que se preparaba algún número como un bailable de taconeo o una poesía de lamento o de abnegación sincera . Cuando ya hacía mucha hambre se repartía un plato de cartón con barbacoa o birria o tamales con frijoles; su pedazo de pastel, que no falte, y una soda para bajarse el bocado, que no llenaba pero mandaba bien contentas a las mamacitas a su casa. A las que habían venido, claro, porque a las que no, no. Allá ellas si querían perderse esa jarana dedicada a la bondad y a la virtud que inspiraban en ese entonces las mamacitas: mujeres regocijadas de ver a sus retoños en la edad del crecimiento. Niños con sus mejores galas y bien presentaditos, como si así se portaran siempre, era visto que todo era simulación, no fuera a ser que su respectiva madrecita descubriera lo malcriado que eran, justo en ese día tan principal.
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*Lic. en Derecho, escritor y Premio del Libro Sonorense.
