Por Juan Diego González*
En esta vida caminamos hacia cualquier parte. Nos encontramos con personas que pasan al lado, se detienen, se vuelven a ir. Seguimos de pie o sentados en la banca del parque. Respiramos, tocamos una flor, observamos el vuelo de las aves en la mañana o el susurro de las olas perderse en la playa. Giramos, nos devolvemos y seguimos en estos encuentros con las personas, todo el día, todos los días, todos de los años de nuestra existencia. Cruzamos palabras con algunos, llegamos a conocer a otros y algunos, -los menos- entran en una relación duradera con nosotros. Esos encuentros nos afectan, más, o menos, pero nos afectan, incluso aunque no lo recordemos o que el recuerdo sea una serie de imágenes desprendidas de una neblina. Como en mi caso, los hombres que llegaron a ofrecernos trabajo en la playa, (allá en el Guaymas de mi niñez) limpiando pescados. No recuerdo sus rostros ni sus voces, menos las palabras exactas. Veo que bajaron los canastos llenos de pescado, veo que anotaban en un cuaderno la cantidad ya limpia y veo, con alegría, una moneda de 5 pesos en mi mano: mi primer pago. Tenía 8 o 9 años. Ese día aprendí el valor del trabajo y la satisfacción que te deja una coca cola comprada con el sudor de tu frente.
Ahora bien, en mi labor docente, de los cientos y cientos de alumnos con quienes he compartido un aula, y sobre todo, la aventura del conocimiento, existen diversos que me marcaron, de una u otra forma. Aquellos más, éstos menos. Hará como unos 13 años, laboraba en una preparatoria de Hermosillo, Sonora. PREN (Preparatoria Regional del Noroeste), así se llama. Daba clases en todos los semestres. Pues bueno, había un adolescente que tomaba la materia de Taller de Lectura y Redacción II conmigo. Se apellidaba Suilo. Lo primero que noté en él, fue su soledad. Incluso en el aula, se abría un espacio grande entre los compañeros. No participaba en clase y de hecho, tenía muchas inasistencias. Cuando llegaba a entrar al salón. Los demás alumnos guardaban silencio mientras se acomodaba en su pupitre. Reprobó el primer parcial y el segundo. No entregaba tareas y menos aún participaba en exposiciones. Hice comentarios sobre el alumno a la subdirección y me dijeron que aplicara el reglamento. Hice el intento de acercarme al adolescente, dejarle tareas extras para ver si podía recuperarse y no llegar a los extraordinarios. Me dijo que lo intentaría. Tomó su mochila y antes de salir del salón me sentenció: “usted no se preocupe profe, todo está arreglado”.
Mi sorpresa no fue revisar su examen final, en el cual obviamente su calificación fue muy baja –reprobatoria de hecho-. Mientras otros estudiantes se acercaban para aclarar dudas sobre ciertos reactivos, el adolescente en cuestión llegó muy seguro, sacó su cartera y me enseña varios billetes de quinientos. Así, al descubierto, me dice: “A ver profe, usted diga cómo podemos llegar a un arreglo?”. La verdad me reí, entre nervioso y preocupado. Guarda eso- le sugerí- y espera tu turno. “Usted diga, maistro, aquí mismo”. Sus ojos eran fríos, como los billetes que movía con los dedos. Entendí que su propuesta era seria, muy seria. Déjate de tonterías –lo amonesté- y espera tu turno. Me supongo que vio mi malestar, porque guardó silencio y se retiró. Tomó sus cosas y salió en silencio. Respiré un poco más tranquilo y terminé de atender a los demás estudiantes.
Sin embargo, el muchacho regresó cuando ya no había nadie en el salón. Recuerdo mi suposición de una disculpa. Error. Regresó para hacerme la misma proposición y echar de cabeza a otros maestros. “No he reprobado con nadie, ni matemáticas, todos aceptan. Vamos profe, ¿a poco no necesita una ayudita?”. Esta vez no abrió la cartera, pero si la agitaba en su mano como si fuera una varita mágica que iba a resolver todos sus problemas. En ese entonces ya estaba casado, tenía un hijo y venía otro en camino. Aún me faltaba un año para terminar la universidad. Rentaba casa, etc, etc, etc. Claro que necesitaba el dinero, me urgía…
Pensé en mi padre, que haría él en una situación similar. Eso me ayudó y mucho. Le dije que no. “Sal del salón y voy a olvidar lo sucedido”. Intentó seguir con lo mismo, pero otros alumnos llegaron al salón, después la persona de limpieza. Aproveché eso, tomé mi portafolio y salí del salón. Esa noche me pregunté si hice lo correcto al rechazar el dinero. Al paso de los años, me doy cuenta que tomé una decisión difícil, porque en teoría es fácil decir que no vas a vender una calificación… pero cuando los problemas económicos te ahogan, el asunto se complica. Ahora, al repasar los hechos, valoro en todo lo que pesa el ejemplo de mi padre en llevar una vida honesta. Duermo tranquilo al respecto de eso. Pero a veces me pregunto ¿Pude haber hecho otra cosa mejor? ¿Evitar todo eso y mostrar interés en ese estudiante a las primeras muestras de bajo rendimiento?
*Escritor y docente sonorense.