Por Iván Escoto Mora*
Cuando se piensa en la cultura normalmente se hace referencia a la totalidad. “Todo es cultura”, sostienen con vehemencia las voces del relativismo igualitario y políticamente correcto. Señalar que “todo forma parte de la cultura” implica reconocer la diversidad de la experiencia humana en la infinitud de sus manifestaciones.
Lo que se presenta dentro del sistema social es diverso; una serie de factores naturales condicionan los vínculos dados dentro de él, incluidos desde luego los contextos específicos que tejen las redes entre los hombres, sus productos y relaciones.
Uno de tantos factores condicionantes de la vida es la cultura pero, ¿qué significa semejante elemento?, ¿cuáles son sus alcances? Podrían aventurarse algunas respuestas provisionales: a) cultura es la afirmación del hombre-individuo dentro de un contexto social y, b) la cultura es una construcción colectiva en la que se suman un océano de individualidades.
La cultura constituye al individuo en la misma medida que la sociedad constituye a la cultura. Todas las exclusiones implican el desconocimiento nominal de lo que ocurre en la existencia, independientemente de la voluntad de los clasificadores formales. La cultura, como la sociedad, sucede más allá de cualquier reconocimiento corporativo.
Sin embargo, teniendo en cuenta que la diversidad de lo humano hace viable todas las posibilidades, la negación se vuelve una más de las modalidades de la expresión humana. De esta manera surge una contradicción: Por naturaleza el ser humano es diverso y por naturaleza el ser humano se niega a reconocer la diversidad. Tal condición funda el concepto de “etnocentrismo” en todas sus escalas y gradaciones, desde aquellas que se limitan a descalificar lo ajeno, hasta las que pretenden extirpar e imponer una fórmula única de percepción, implicando esto último un doble proceso de dominación: primero, la negación de la diferencia y luego, su exterminio.
No obstante lo anterior, debe decirse que la cultura, al ser una construcción colectiva, no es fácil de erradicar o manipular artificialmente porque su transmisión se da en niveles tanto conscientes como subconscientes. Los patrones que definen sus características terminan por repetirse una y otra vez así que, siendo imposible su cancelación formal, sólo queda a los extremistas la descalificación. En semejantes circunstancias se hacen patentes las jerarquías, surge así la alta y baja cultura.
Para quienes conciben la cultura como una suerte de sublimación del espíritu es posible estructurar el objeto cultural dentro de una organización piramidal que agrupa los objetos culturales según la cercanía o lejanía que tengan respecto del modelo de “lo virtuoso”. En medio de tal estratificación selectiva, los sustantivos pasan a ser adjetivos y la cultura se transforma en “lo culto” adquiriendo un valor especial dentro de la sociedad: el valor de lo estético, de lo místico y de lo económico.
La cultura, a través del arte, enlaza al hombre con lo divino, a la materia con la idea, a la razón con el instinto creativo. La cultura se vuelve un espacio que ennoblece, que consagra la fineza y, por ello, fácilmente se transforma en centro de adoración. Conectada al arte, sacraliza; en consecuencia, se protege y venera. Entonces surgen las élites, los sacerdotes, los gurús y elegidos, los que están en contacto con la cultura, esos por cuyo filtro es necesario pasar para llegar a cualquier noción del contenido cultural. Quienes forman parte de la autonombrada intelligenza, se reconocen como intérpretes y legisladores del fenómeno y epifenómeno cultural, el resto, forma parte de una masa observadora constituida por especuladores ingenuos quienes únicamente son capaces de ver y apreciar tras la bendición de los “santones” propietarios del saber.
Quien desea pertenecer al mundo de lo cultural debe dejar de ser lo que es y, sobre todo, dejar de hacer lo que hace para asumir el canon de la oficialidad, de este modo, luego de un rito de anulación, exorcizada la personalidad imperfecta, se puede formar parte del círculo de los que sí son y están, de esos que son capaces de “ver” y “apreciar”.
Al volverse la cultura inaccesible, criptica, valiosa para algunos y tabú para otros, su valor se reconfigura. Ya no se trata de las posibilidades expresivas que representa ni del juego de emociones que desata, sino de la capacidad de intercambiar para obtener un estatus o bien, de la simple acumulación. Cabría preguntar ¿en qué medida la mercantilización de la cultura abarata sus contenidos y los degrada hasta el punto de transformarse en un instrumento para obtener y no un vehículo para existir?
Por otra parte, como lo hace Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, ¿tendríamos que cuestionarnos sobre la necesidad de preservar la sublimación cultural del arte como un objeto valioso, no sólo desde la materialidad sino desde la estética?, o bien, ¿deberíamos omitir semejante interrogante y asumir que aún lo execrable detenta posibilidades artísticas? La pregunta queda abierta.
En todo caso, ya sea como acto de confirmación social-individual, como sublimación del ser, como anulación de la personalidad o como mercancía; la cultura sigue siendo un elemento curioso: está determinado por el hombre pero, de alguna manera, al configurarse determina al hombre, de ahí su escurridiza importancia.
*Abogado y filósofo/UNAM.