Por Sylvia Teresa Manríquez*
Según el diccionario de la Real Academia Española una jácara es, entre otros conceptos:
1. Un romance alegre en que por lo regular se contaban hechos de la vida airada.
2. Una junta de gente alegre que de noche anda alborotando y cantando por las calles.
3. Una jácara es también molestia o enfado.
4. Una mentira o patraña.
5. O un cuento, historia, razonamiento.
Por su parte, José Domínguez Caparrós en su Diccionario de métrica española, asegura que la jácara es uno de los géneros satíricos que se representaban en el entreacto de las comedias del Siglo de Oro español. La jácara ha dado nombre a varias composiciones populares de tipo similar en todo el territorio hispanohablante.
En los entreactos era normal que se representaran pequeñas composiciones, que podían ser bailes, loas y entremeses, la jácara era uno de estos géneros, destacando un humor agudo.
Es precisamente una urdimbre de particularidades con muchas de las características mencionadas, lo que atrapa en “Veredas del Ensueño, y otras jácaras habituales”, tercera publicación de la escritora sonorense Blanca Rosa López Martínez.
Son veredas que nos encuentran con gente de todos los días, en una comunidad que puede ser cualquier pueblo de sonora y del mundo. Gente que camina, baila, canta, ríe y llora, respira, sufre, espera, muere. Gente lejana y cercana.
En “Pueblerinas”, descubrimos la venganza que entre risas y el silencio aguarda en una vereda, entronque del destino.
Un peluquero que con tres de azúcar corta en la vida más historias de televisión que cabello de personas.
Una trifulca que más que con armas, se ajusta con los buenos deseos de que “ojalá le vaya muy bien por allá, para que nunca vuelva”.
Con platos de menudo y pozole en un sábado de gloria descansa para siempre doña Cruz, sin poder develar el misterio de las arracadas pérdidas.
Cómo jácara de mal agüero surge la figura de un estrafalario personaje, que vestido todo de negro anuncia la llegada de la hora del fariseo.
Guiados por la pluma de Blanca Rosa asistimos al velorio de Many Domínguez, dónde dicen que los muertos se estiran cuando mueren, provocando que la huesuda decida que el difunto no se irá solo de este mundo.
En la segunda parte del libro, titulada “Reminiscencias”, la memoria evoca el ensueño de la infancia, muñecas fieles compañeras, sabias abuelas, tías más entrañables que lejanas. Un abuelos que dirige la última mirada cansada y en paz a esa casona, unidos por el tiempo.
La autora tiene la capacidad de llevarnos al interior de un remolino que nos lanza al seno de abuelas entrañables en el recuento de una infancia entre esferas de binorama.
Con ojos velados pero mirada cierta la vendedora de sueños reparte ilusiones en mensajes entregados por el pico de una avecilla, mientras que el romance pasa a su lado y el destino le juega una inadvertida jugarreta cual desalmada e inesperada jácara.
“Las Veredas del Ensueño” reclaman la ironía que con gusto negro se refleja desde las ventanas de azogue, para volver visible el guardado sufrimiento humano, la muerte que ronda entre cuatro paredes.
El extraño viaje a una isla que torna azul el pasado e indescifrable el presente.
Casi al final del libro, las veredas esconden una terrible maldición que como mancha negra asola con cierta frecuencia la vida de los pueblerinos, en tenebrosa e inevitable acechanza. (Caráquit-Movirichi)
Y así se andan estas y otras “Veredas del Ensueño, y otras jácaras habituales”, de la mano de la autora, reconociendo figuras lúgubres, venganzas postergadas, ventanas que disimulan sentencias, dulces voces infantiles, pasiones latentes y mucho más.
Al mismo tiempo que rescata costumbres y usos de su tierra, de su gente.
“Las Veredas del Ensueño” es una lectura cuidada y preparada para atrapar la atención, sin soltarla hasta la jácara del punto final, que para mi gusto llega demasiado pronto.
Enhorabuena por Blanca Rosa López Martinez y ““Las Veredas del Ensueño, y otras jácaras habituales”.
*Comunicadora.