Por Miguel Ángel Avilés*
Por un momento pensé que el Moncho y la Chacha se tragarían uno al otro. Ellos estaban en el corredor sentados en esa banca verde pálido y yo los estaba viendo desde el cuarto de los miedos.
El Moncho, cuerpo de masajista, patillas como las de Vicente Fernández, y ahora ya difunto a consecuencia del alcohol, traía, para variar, aquella camisa blanca cuyos botones de presión le estrangulaban el ombligo. Por eso se desabrochaba los primeros tres del pecho para abajo y así liberaba un poco de su abdomen mientras abrazaba como oso el cuerpo de la Chacha.
La Chacha era una mujer oscura, como una noche en el monte. Falda corta de patoles, desde donde salían dos gruesos troncos hasta caer como embudos en un par de zapatos como su piel, puntiagudos y polvosos.
El Moncho y la Chacha eran mis primos. Él por parte de mi ‘amá, ella por parte de mi ‘apá, pero en esa ocasión ni ellos ni yo estábamos como para perder el tiempo en detalles de lazos consanguíneos.
La verdad no sé quién cuidaba a quién. No sé si a mí me habían pedido que atendiera a las visitas o a ellos les habían dicho, ahorita vengo, voy aquí cerquita, ahí les encargo a Miguelito. Lo que sí recuerdo es que de pronto nos quedó todo el universo para nosotros, y vaya que supimos aprovecharlo.
Yo fui a visitar a las estrellas y a enterrar hormigas y anduve cortando ciruelas chabacanas y guamúchiles secos. El Moncho y la Chacha me observaban a distancia, no para cumplir la función encomendada sino para asegurarse que yo jugara cada vez más retiradito de ellos.
Alegre estaba la fiesta y los tres aparentemente cumplíamos en rigor las recomendaciones. Yo seguí jugando con mi sombra; pero al rato me di cuenta que otra vez se había enojado conmigo y mejor le dije vete y me metí a jugar con mi coraje al cuarto de los miedos.
En ese cuarto estaba una parte del pasado de la familia, eso me imagino porque ahí se echaba todo lo que ya no se ocupaba, pero tarde que temprano nos metíamos en él con cualquier pretexto para buscarnos a nosotros mismos, así como buscábamos esa camisa vieja o ese LP de antaño o el antiguo cajón de bolero o esa bolsa de soldaditos de juguete que guardábamos para los niños pobres pero que al paso del tiempo volvían a ser nuestros.
Al Moncho y a la Chacha se les olvidé y se quedaron ellos solos con el mundo entero. No sé de cuántos días sería la resistencia, pero de verlos me imagino que sus ansias ya no se cocían al primer pudor. El Moncho se desabrochó los primeros tres botones de la camisa y pa’ pronto abrazó como oso el cuerpo de la Chacha.
Aquí sí que les voy a fallar porque el primer round de sus escarceos amatorios me lo perdí. Yo me topé con la función que daban cuando de pronto me aburrí de mí y me asomé por una rendija del cuartito para saludar al mundo y lo primero que divisé fue a mis parientes comiendo del fruto prohibido.
El Moncho se tragaba a la Chacha o viceversa, o eso llegué a creer, pues era mi primera lección de sexualidad, y a mis maestros tal parece que les urgía más la práctica que darme un curso propedéutico.
Ya ni para qué salir del cuarto: me posesioné de la rendija y me casé con el silencio. A diez metros de mí tenía mi primera escena porno y ésta era en vivo: el Moncho pasó su boca por la oreja de la Chacha, y ella como que no y como que sí, fintó una esquiva, pero para pronto se le prendió en el cuello al Moncho y atravesó una mano por entre la camisa blanca desabrochada y el Moncho le hizo segunda, poniendo la suya en las piernas de la Chacha o más allá, quien para entonces había cambiado su risita por un quejido que llegaba hasta mí y me hacía sentir un cosquilleo sin nombre pero que no quería dejar de disfrutar.
Al Moncho le agradezco que me diera a conocer otros pechos que no fueran los de mi madre. En un parpadeo que di, la Chacha ya estaba con una teta afuera y el Moncho la contemplaba con lividez, antes de dar el primer sorbo a ese abrevadero.
Desde el cuartito divisé cuando el Moncho se prendió de la chichi izquierda de la Chacha y ésta nomás cerró los ojitos y luego los puso en blanco como invidente con la cara al cielo. Yo tragué gordo y entre ellos tragaron saliva ajena, y se balancearon en la banca de patas enclenques como las mías, que para esas horas ya las tenía supuradas por un calor foráneo provocado por una excitación impúber y una fiel complicidad que a esas alturas ya les profesaba al Moncho y a la Chacha.
Si no les he dicho qué horas eran, es porque no me acuerdo. Lo que sí veía desde el cuartito era un sol entero que le apegostaba los tobillos a la Chacha y una quietud que no requería de cigarras ni nubarrones grises a punto de venirse abajo.
Sé, porque eso sí lo tengo bien presente, que fue un día dispuesto a servirnos de refugio y a regalarnos el ardor punzante de una calentura escondida, muy escondida, como los buenos recuerdos.
*Abogado y premio del libro sonorense.