Por Miguel Ángel Avilés*
Por mi madrecita santa que así pasó. Todos estábamos sentados en el patio de mi casa soportando ese calor de agosto y la plática cerrada que tenía mi tío.
Famoso por sus mentiras, mi tío ahora nos contaba la vez que lo asaltaron los apaches en plena carretera. Según él, venía del rancho, había salido casi al anochecer; de pronto se lo empezó a comer el miedo, frenó, respiró hondo y aceleró. Apenas lo había hecho cuando, sin saber tampoco por qué, las luces del carro se apagaron. De no ser por su pericia de tantos años en el manejo, hubiera terminado en un barranco. Dice que alcanzó a orillar el carro y, aún sorprendido, permaneció por un rato adentro. A sus oídos sólo llegaron el canto de los grillos y el mugir lejano de una vaca. Respiró el olor a yerba seca, encendió un cigarro y se quedó pensativo, mirando para adelante, tratando de explicarse lo ocurrido.
Bajó y levantó el cofre, esperó a que se enfriara y, para matar el tiempo, decidió fumarse otro cigarro. Se lo llevó a la boca y, al encender el fósforo, se le iluminó hasta el hígado cuando vio que a su alrededor había más de diez apaches montados a caballo. Al principio, supuso que algo le habían echado a los cigarros y se restregó los ojos, pero fue inútil: frente a él tenía plumas, lanzas, pinturas y penachos. Tres apaches al frente, siete más en la retaguardia, componían la escolta que, en silencio, observaba a mi tío. Trató de mover las piernas, pero no le respondieron, menos pudo pronunciar palabra cuando observó que los apaches en semicírculo avanzaban hacia él. Nos cuanta que lo tomaron prisionero y se perdieron en el monte.
Contaba que después de caminar más de diez kilómetros llegaron a una aldea, donde había más apaches que entonaban unos cantos para él desconocidos. Nadie le hablaba, todo parecía estar calculado.
Los cantos pararon. El silencio imperó hasta que un viejo de cabello largo y cano recibió a la escolta y se sentó en posición de flor de loto como para dar inicio a una ceremonia. El viejo se arrimó a mi tío y con un gesto malévolo le tomó su cabellera, mientras con la vista recorría todo el escenario; luego asintió con la cabeza y el resto de lo apaches saltaron de júbilo. La suerte estaba echada para mi tío. No sabía si esa misma noche o al llegar el alba, pero estaba claro que perdería su cabellera.
Contaba mi tío que sin mediar palabra lo trasladaron a una tienda y ahí lo dejaron como preparándolo para su destino. Un tapete deshilado estaba en el centro de lo que ahora era su celda y en el cual seguramente dormiría, si es que acaso le daban la oportunidad de durar una noche más.
Se quitó la camisa y, poniéndola de almohada, se recostó en el tapete que olía a humedad. No recuerda cuánto tardó para quedarse dormido, menos supo cuánto tiempo permaneció así, tal vez el suficiente para soñar que, después de muchas lunas, regresaba al rancho con la camisa hecha jiras, los pies llenos de llagas pero sobre todo con la cabeza ensangrentada y calva.
No alcanzó a saber cómo lo recibirían los parientes porque una mano atrevida lo despertó. Y es que unas uñas largas recorrían su cuerpo desde su lóbulo izquierdo hasta la entrepierna. Abrió los ojos y frente a él estaba una mujer morena, robusta, de caderas amplias y nalgas más grandes que el tapete en el que dormía.
Lo demás, bien pueden imaginárselo, pero, a decir de mi tío, esa mujer lo llevó al cielo de ida y vuelta y lo hizo pasar el momento más feliz de su vida. Un momento que terminó en la madrugada, justo, dice, cuando salió de aquel lugar en trusa, con un penacho en la cabeza y montando un potro al que, de no haberle puesto sus calcetines y unas tiras de petate en las pezuñas, segurito que le echa a perder la huida.
*Abogado y premio del libro sonorense.