Por Juan Cervera Sanchís*
El año de 1524 fue decisivo en la historia de México. Llega al país “La Misión Franciscana de los Doce”. Este grupo religioso está considerado como los Padres de la Iglesia Mexicana. Ellos llegaron a reforzar el trabajo evangelizador iniciado por fray Juan de Ayora, fray Juan de Tecto y fray Pedro de Gante.
El jefe de la misión, conformada por Los Doce, era fray Martín de Valencia, quien había nacido en Tierra de Campos, España, el año de 1475. Era ya un varón maduro al llegar al Nuevo Mundo, pues contaba con 51 años de edad. Había sido prior del convento de Santa María, con el cual y seis más formó la Custodia de San Gabriel, reconocida en 1516 por el Vaticano.
El año de 1523, el rey Carlos V nombró a fray Martín de Valencia jefe de la misión religiosa, destinada a viajar a la Nueva España, para cumplir la solicitud de Don Hernán Cortés de que fueran enviados misioneros que evangelizaran a los naturales de las tierras recién conquistadas. La labor de estos misioneros franciscanos fue harto notable. Con fray Martín de Valencia, del se dice “que jamás pudo Aprender el idioma de los indios”, llegaron fray Francisco de los Ángeles, fray Francisco de Soto, fray Martín de Jesús, fray Antonio de Ciudad Rodrigo, fray García de Cisneros y fray Luis de Fuentesalida. Fue este último, dotado para aprender lenguas, el primero que habló la lengua náhuatl con los meshicas, como si fuese la suya propia, por lo que se dio a querer mucho entre ellos. Según testigos fue él el que mejor la supo.
También aprendieron el náhuatl fray Francisco Ximénez, quien era destacado canonista y, según se decía, varón tan modesto que nunca quiso ordenarse sacerdote en España, pero ante las urgencias de convertir a los naturales de la Nueva España, se ordenó en la ciudad de México, siendo el primero que en las tierras recién conquistadas cantó misma habiéndose ordenado aquí.
El resto de Los Doce lo completaban: fray Juan de Rivas, fray Andrés de Córdoba, fray Juan de Palos y fray Toribio de Paredes o de Benavente, hoy conocido por todos como Motolinia, cuya célebre anécdota vivida a su paso por Tlaxcala, lo llevó a adoptar su inmortal nombre, que se derivó, como es sabido, del asombro y clamor de los indígenas de Tlaxcala, que al ver llegar al grupo de Los Doce, profundamente impresionados, comenzaron a gritar:
“¡Motolinia! ¡Motolinea! ¡Motolinia!”
Que en lengua náhuatl significa: ¡Mira que pobres! ¡Mira que pobres!
Expresión, que al serle traducida a fray Toribio de Paredes o Benavente, lo impresionó de tal manera que la adoptó como nombre.
Aquellos pobres frailes descalzos y con los hábitos andrajosos, eran en realidad admirables educadores y fueron personajes claves en el proceso cultural del nuevo país que allí ya se estaba gestando.
Ellos enseñaron, junto con la doctrina cristiana, artes y oficios a los naturales. Su labor didáctica fue excepcional. Quizá todavía no se examina y justiprecia la tarea de aquellos doce franciscanos debidamente, lo que en verdad no importa: el sedimento de su esfuerzo de ninguna manera se ha perdido, por el contrario, vive y vivirá en los estratos más profundos del alma de México, dado que ellos, con sus enseñanzas, se quedaron aquí para siempre.
Sin el conocimiento del trabajo realizado por Los Doce y sus consecuencias no es posible descifrar con claridad la genuina identidad de México.
Cuantos hoy, y así mañana, busquen las claves esenciales de este país deberán estudiar a fondo, y con el mayor respeto, la labor desarrollada por aquella docena de hombres, de indigente apariencia, y de tan extraordinaria riqueza espiritual.
*Poeta y periodista andaluz.