El éxito de la ciencia de nuestros días se debe más a los impresionantes logros de sus aplicaciones técnicas, que a su capacidad comprensivo-explicativa de lo que percibimos como realidad. MARM (X-2012)
Por Miguel Ángel Rosales Medrano*
Religión y ciencia
Desde una visión panteísta podría afirmarse que la materia y el todo integran los polos posibles de natura, es decir, de Dios. El todo es más que la realidad material y Dios es más que el todo, porque el todo es todo, pero en sí mismo es tan carente de sentido como la nada. De ahí que, desde esta perspectiva, el sentido del ser en todas sus manifestaciones se concentra en la idea de Dios.
Si asumimos lo anterior, habremos de reconocer que ninguna de las religiones existentes es la verdadera, todas son válidas en mayor o menor medida en función de la profundidad y pertinencia que su mensaje aporte para cada época. A esto hay que agregar su membresía e influencia entre los poderes dominantes, sin que ello sea determinante para adjudicarles su valor ético y lógico-racional.
No obstante, los dioses o modelos divinos asumidos históricamente por las grandes, medianas y pequeñas civilizaciones y culturas de la humanidad poseen valor ético, sólo que éste se manifiesta esencialmente durante el tiempo en que la religión de que se trate haya ejercido o preserve cierta hegemonía sobre realidades sociales de carácter nacional o multinacional, generalmente delimitadas como épocas o períodos históricos.
Dios tuvo sentido y un lugar institucional entre nosotros cuando los tamaños de las cosas, por muy grandes que fueran, aún eran finitos; pero la idea de infinitud (con toda la carga de irracionalidad que entraña) sigue tocando a la puerta de quienes buscamos una razón general que explique la existencia del ser y en especial una explicación a la extraordinaria presencia de la materia viva, entre la que nos contamos, con el agregado a nuestro favor de mayor inteligencia y capacidad de lenguaje y pensamiento, que a fin de cuentas –según Humberto Maturana- es lo que nos hace humanos.
Causas primeras y finales
El problema, primero religioso, después filosófico y ahora también científico, de las causas primeras del universo, tal como se nos presenta parece estar muy distante del papel y la importancia real que en esta cuestión puedan tener los herederos de Galileo, quienes se resistieron a incorporar esta cuestión a sus estudios, porque siendo un problema metafísico le correspondía a la filosofía y no a la ciencia. Así, durante más de tres siglos se ignoró el problema de las Causas Primeras, hasta que la teoría del Big Bang y los descubrimientos y teorías de Einstein, Hubble y Hawking, entre otros, los obligaron a retomarlo. Eso es lo que se advierte en el campo de las ciencias, tanto naturales como sociales, y en particular en las físicas de nuestro tiempo: la Física Mecánica o del macrocosmos y la Física Cuántica o del microcosmos.
Hasta hace alrededor de un siglo, las dimensiones del universo habían sido históricamente razonables en la medida en que los humanos tenían la idea y pretensión de que podían manejarlas. Pero cuando resultó obvio que, por ahora y hasta tiempo indefinido, estas dimensiones se encuentran fuera de nuestras posibilidades de manipulación, a veces de comprensión, e incluso de imaginación, se vuelven sin sentido, cuando no absurdas. Por otra parte, muchos físicos relevantes de nuestra época creen que el universo es infinito, pese a que cuando así creen no se distinguen gran cosa de los monjes que también creen. Desde este limitado nivel de comprensión del universo, no resulta descabellado explorar con ellos la hermética noción del todo.
Así, ninguna de las religiones conocidas es capaz de abordar de fondo los asuntos de lo trascendente, a menos que acepten su historicidad e incorporen los aportes de la ciencia. Por su parte la ciencia tiende a desdeñar estos asuntos a los que califica de intrascendentes cuando no de superchería, lo que no impide que muchos científicos se declaren creyentes de Dios dentro o fuera de las instituciones religiosas.
La vida: único testimonio conocido de la existencia
La vida depende de la vida y de la materia no viva, y en sus orígenes dependió principalmente de esta última. En cuestiones de materia viva, lo racional es la irracionalidad que supone registrar cómo unas especies viven de otras, como condición para hacer posible la supervivencia de todas. Dicho de otra manera: los más fuertes siguen alimentándose de los más débiles y éstos compensan su desventaja siendo más prolíficos que los demás.
La vida es irracional en su comportamiento, aunque su surgimiento tiene sentido racional. En las sociedades humanas -con las peculiaridades que les son propias- esto también ocurre, y sólo queda la esperanza de que las desigualdades físicas y talentosas entre los humanos sean atenuadas mediante la implantación de algo parecido a un principio de organización ético-racional de la estructura social.
El hecho de que seamos capaces de imaginar y narrar de diversas maneras en torno a lo que percibimos como realidad (teorías, modelos, novelas, poemas, música, etc.) y que hayamos logrado comprender lo que nos rodea de tan diversas maneras, tantas como narrativas hayamos creado, hasta ahora no ha alcanzado para explicar el sentido general y los sentidos específicos de la existencia con rigor suficiente para acercarnos a los linderos de lo que entendemos como verdad científica.
No obstante lo anterior, conviene dejar claramente establecido que si queremos sobrevivir como especie resulta prudente inducir los hechos históricos desde ciertas racionalidades ético-políticas, algunas de las cuales en nuestro tiempo impelen al uso de la ciencia y de la técnica para asegurar la construcción consciente y colectiva del porvenir. Si esto no se toma en serio -sin pecar de alarmismo-, el efecto puede ser el contrario y podemos ser víctimas de la soberbia de quienes representan a la especie, principalmente desde las sociedades industriales. Los demás… vivimos lo que no es permitido y hasta disfrutamos de nuestra ignorancia y alienación.
*Doctor en Educación por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.