Al inicio de la década de los ochenta, era yo estudiante de la Escuela Normal Superior Dr. Porfirio Parra, en la ciudad de Chihuahua. Un fin de semana del mes de julio, apenas cesado una prolongada y fina lluvia, que desde temprano había caído sobre la ciudad, salí a recorrer aquellas calles tan llenas de historia. El viento era frío para mí, acostumbrado a las altas temperaturas de la costa de Sinaloa, sin embargo la gente disfrutaba del clima, con ropa ligera.
Caminé despacio por las calles de la colonia Santa Rita, rumbo al centro de la ciudad, mientras observaba los hermosos pinos de ornato que se elevaban como agujas, mecidos por aire. Llegué a Catedral y en el patio de la plaza, pude admirar parvadas de pichones bajando ansiosos para recoger las semillas que arrojaban adultos y niños; era todo un espectáculo. Continué mi camino y de pronto me encontré en las inmediaciones del Parque Lerdo. Entré a una fonda cercana para comer algo y luego me fui a El Pasito, donde venden o vendían, todo tipo de falluca. Antes me topé con la librería de viejo llamada La Prensita; luego de hurgar en los pilas de libros, encontré un titulo por demás sugestivo Yo maté a Pancho Villa, de la autoría de Víctor Reyes Ceja, periodista capitalino que escribía para el periódico La Prensa.
En la portada del libro mencionado, aparece un retrato muy bien logrado por cierto, del Centauro del Norte, hecho por el pintor mexicano Antonio Albanés García, de reconocido prestigio, tanto en México como en el extranjero. Dicho libro fue editado por primera vez en español, en 1979.
En esta investigación Reyes Ceja ofrece un acercamiento sobre las verdaderas causas de la muerte de Francisco Villa, sus autores intelectuales y asesinos materiales. Aunque el autor no sigue la rigurosidad que el método exige en un trabajo de investigación, se reconoce que su contenido es interesante y mucho aporta a la historiografía. La narración da inicio cuando Reyes Ceja recibe indicaciones de su jefe de prensa para buscar a un viejo sargento que tenía información sobre la decapitación del cuerpo de Francisco Villa. Así, el autor de manera amena lleva al lector por caminos que apuntan al Norte, a bordo de un transporte por demás lento, describiendo las vicisitudes del trayecto y la convivencia entre sus circunstanciales compañeros de viaje al lugar de su encomienda.
Según investigación hecha en 1960, el autor entrevista varios personajes que se negaron a participar en la emboscada para dar muerte al Centauro, entre ellos los hermanos Crisóstomo y Juan Barraza, así como Juventino Ruiz, originarios de un caserío llamado La Cochinera, cercano a estación Rosario, en el sur de Chihuahua. Estos afirman que precisamente en ese lugar se acordó el homicidio y que los verdaderos motivos que llevaron a Melitón Lozoya a cometer el crimen, no fueron personales sino que obedeció a otros intereses.
El contenido es apasionante. El autor describe el escenario violento imperante. Los entrevistados cuentan al reportero los horrores de la revolución, las injusticias cometidas por jefes guerrilleros, sus tropas y la soldadesca, todo ello en aras del movimiento armado en el que participaron miles de mexicanos, muchos de ellos sin saber por qué peleaban. Se describe el compromiso del Gral. Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles con Melitón Lozoya, la estrategia de la emboscada, ruta que siguieron los participantes en el homicidio, cantidad pagada; el ambiente desatado en la hacienda de Canutillo al conocerse la terrible noticia sobre la muerte del Gral. Francisco Villa; la velocidad con que los hilos telegráficos y telefónicos llevaron la trágica noticia hasta la capital del país y el silencio que siguió después de la muerte de Francisco Villa.
Cabe destacar que el Gral. Villa había sufrido muchos atentados; de todos había salido ileso, gracias a su “instinto de conservación”; la sagacidad del Centauro, hasta entonces había sido determinante, sin embargo, algo falló aquel 20 de julio de 1923. La plazuela Juárez, allá en el antiguo mineral de Hidalgo del Parral, fue mudo testigo del trágico acontecimiento, donde tal vez la suerte, había abandonado al famoso Jefe de la División del Norte.
Lo perdió la confianza
La vida azarosa que aquel jovencito llamado Doroteo Arango en años posteriores al incidente ocurrido por la vejación de su hermana, fue determinante para sobrevivir. Siempre a salto de mata. Huyendo cada vez que presentía la cercanía del gobierno. Pasando hambre o sed, entre lluvia y el frío de la sierra. Durmiendo en cuevas con “un ojo abierto”, empuñando la pistola o el rifle, como si estos fueran ya, una extensión de su cuerpo; dispuesto a liarse a tiros en defensa de su vida. Desconfió siempre de los integrantes de su gavilla; en apariencia dormía en un lugar y amanecía en otro; no confiaba ni en su propia sombra.
Por sus grandes hazañas se sabe que tuvo gran sentido humano, de protección al débil, llegando hasta ahogarse en llanto, como un niño, cuando lo invadía alguna emoción, sin embargo, también era conocido que un arranque de cólera podía ser fatal; cuántas veces llegó hasta el asesinato. No obstante paso el momento, sereno su espíritu, se volvía dócil y cariñoso.
Un dato curioso con respecto de su muerte es aquel que revela Villa a Martín Luis Guzmán en las memorias, que éste escribió dictadas por El Centauro, y que en algún pasaje advierte que viajar en automóvil era muy peligroso para la seguridad de un hombre, que lo mejor y más aconsejable- decía Villa- era el caballo. “Ese te lleva a cualquier lado en cualquier terreno, con la gran ventaja que este noble animal presiente el peligro, y difícilmente entregara a su jinete”. Irónicamente Villa murió a bordo de su automóvil.
*Locutor e historiador.