Por Iván Escoto Mora*
Para Yanira y Sam
Lo que más recuerdo de mi abuelo es el pequeño despacho que tenía en su casa. El escritorio revuelto de papeles, los libros tirados en el piso y la enorme cantidad de películas que le gustaba coleccionar. Solía decir que el invento de la década había sido la reproductora de videos. Después me palmeaba la espalda y agregaba – ¿quién lo hubiera dicho?, cinema en casa.
Es curioso pero hoy tengo más frescas en la mente las imágenes de aquellas cintas, que el rostro de mi abuelo. Hay días en que tengo que mirar un viejo álbum para no olvidar sus gestos. En cambio las películas siempre están ahí, muy a la mano de mi memoria. Sus favoritas eran en blanco y negro. Decía que en ellas se guardaba la infancia que conoció. A mí me divertía mucho la de Tiempos modernos. El protagonista, interpretado por Chaplin, aparecía trabajando todo el día en una línea de producción y al llegar a casa, vivía como autómata. Lo simpático del filme, sin duda, era la actuación de Charles; la anécdota, ahora que lo pienso, más bien resultaba deprimente.
Yo era como Chaplin y mi vida, una rutina imperturbable. Oficinista marchando al compás del reloj. De la casa al tren, del tren al trabajo y de regreso. Los franceses dicen métro, boulot, dodo. Esa era la frase que cada mañana me extendía como saludo François, mi vecino de cubículo en el colmenar burocrático del submundo financiero.
Después de años de servicio François fue el único colega al que realmente llegué a conocer y apreciar. En la oficina todo se reducía a datos, cifras, balances, ganancias, pérdidas, montañas de números, conversaciones de números, reuniones de números.
Creo que la amistad entre François y yo surgió porque él, como buen francés, tenía la habilidad de quejarse sin falta de cada detalle por mínimo que fuera, desde el funcionamiento de los ascensores hasta el sabor del café y, por supuesto, en la lista ordinaria de reclamos estaba incluida la abundante cuota de números subministrada por los jefes. Eso teníamos en común, los dos éramos un par de inconformes.
Un día François no resistió más y renunció, dijo que no sabía qué haría en el futuro aunque estaba seguro –agregóque cualquier otra cosa sería mejor. Me hubiera encantado secundar su valentía pero mi oscuro apego al statu quo era más fuerte que yo. En el fondo los números que tanto odiaba se habían apoderado de mí. Yo era un número más, funcional y sin voluntad: Empleado 35629-K.
Pasó casi un año antes de que volviera a saber de François. Un día recibí una postal junto con una carta. Después de dejar el trabajo, mi antiguo colega hizo un largo viaje, llegó a México y de ahí a un exótico lugar: “OAXACA”, así lo escribió, con letras mayúsculas. Conoció a Rosario y el resto era una historia de amor. Se casaba y me invitaba a la Fiesta.
No sé si fue la emoción de sus palabras, los intereses sumados al hartazgo o las ganas de reencontrarme con mi amigo y conocer a su futura esposa, lo cierto es que me tomó sólo un segundo decidir.
Cuando le pedí al Gerente vacaciones casi se fue de espaldas, no había solicitado vacaciones nunca. A pesar de mis refunfuños cotidianos, yo era lo que se dice un adicto al trabajo. Al principio mi jefe supuso que se trataba de una broma pero los números no acostumbrábamos jugar en horas de oficina, es más, no acostumbrábamos jugar. Firmó los oficios necesarios con el rostro pétreo y desganado. Fue entonces que tomé por primera vez un descanso.
Sin mediar cotización ni reflexión contable, busqué mi pasaporte, una maleta pequeña, la billetera y salí de mi apartamento. El vuelo fue largo como pocos, de Zúrich a Frankfurt, de Frankfurt a la Ciudad de México y de la Ciudad de México a Oaxaca. No encontré nada más directo que me ahorrara la espalda destrozada y el jet lag transcontinental. Casi arrepentido por la distancia, finalmente llegué a un agradable clima, lo que me hizo pensar que el trayecto había valido la pena.
François y Rosario me esperaban en el aeropuerto. Ella estaba hermosa y mi amigo lucía no sólo feliz sino bronceado por un sol prácticamente desconocido en Suiza.
La boda fue típica. Rosario iba de un blanco sin falla y Francois, de lino crudo. Al salir de la iglesia la plaza hervía. Una torre de fuegos pirotécnicos saludaba a los recién casados. Músicos de diferentes ritmos tocaban generosamente. Muñecos gigantes acompañaban con su danza circular el desfile de elegantes mujeres, sus atuendos bordados eran un retrato infinito de flores. Después fuimos a comer. Todos estaban invitados, todos parecían conocerse, se hablaban por su nombre y reían, reían y compartían, no se escuchaban los “yoes” ni por accidente, las conversaciones transcurrían entre largos “nosotros”, “juntos”, “todos”, repetidos una y otra vez.
Sobre una larga mesa había cerdo, vaca, pollo, cada plato bañado en una salsa diferente, unas verdes, otras rojas, algunas claras y condimentadas, algunas dulces y espesas o ligeras y picantes. Había aguas frutales y postres en cantidades que no podría enumerar.
Llamó mi atención una serie de recipientes rebosados con lo que imaginé eran saltamontes pero luego François me aclaró, se trataba de “chapulines”. Dijo que los probara con precaución agregando una advertencia -Quien come chapulines en Oaxaca después no puede marcharse. En aquel momento no logré entender. Coloqué un puño de insectos sobre una tortilla, siguiendo las maneras de los demás comensales, y les hinqué mis dientes sin reservas.
Cada vez que pienso en la boda de François y Rosario una amplia sonrisa vuelve a mis labios. Es increíble cómo pasa el tiempo, hoy cumplen veinte años de casados y yo, veinte años de vivir en esta tierra de cantera verde y comidas encantadas.
*Abogado y filósofo/UNAM.