Nacional

EN ESTOS DIAS, BIEN ME ACUERDO…

Por domingo 16 de diciembre de 2012 Sin Comentarios

Por Miguel Ángel Avilés*

En-Estos-Dias01I Cuando en Navidad te dormían a güevo, bajo la temible amenaza de que, si no lo hacías, no iba a llegar Santaclós, y tú acatabas la castrense orden, pero te levantabas a la cinco de la mañana, a pesar de que aún estaba oscuro, para revisar los juguetes que te habían dejado en una bolsa grande del Centro Comercial Californiano, en la cual estaba lo pedido-si se había podido-, o unos soldaditos de plástico, o un corral con sus animales, o un camioncito de plástico, o una pistola de las igualitas a las verdaderas, como rezaba el anuncio, una bolsita de dulces, y, por supuesto, una infaltable manzana gorda que le ponía el olor característico a esas fechas. Desde principios de diciembre las luces de colores empezaban a mirarse en las ventanas de las casas y, en la radio, las canciones anunciaban la próxima llegada de Noel. Fuera natural traído desde el monte o fuera artificial adquirido en la tienda, en la esquina de la sala se instalaba un árbol, que se adornaba muy pomposo o austeramente, según se pudiera. El frío era un elemento necesario en esos días, porque le daba el toque mágico y feliz-melancólico a esas fechas. Salían los suéteres y de repente las bufandas; aunque las bufandas no tanto, porque el frío no era tan abrumador como en otras partes. Pero como fuera, uno hacía la cartita, nomás por no dejar, porque sabíamos que Santaclós era un viejo bueno pero extraño, porque te traía lo que él quería, no lo que uno deseara; hasta se me hacía parecido a mis papás, porque eso también pasaba con ellos cuando les pedía un regalo. Uno se conformaba con lo que llegara en esa bolsa grande y olorosa, que amanecía a un lado de tu cama el día 25 en la madrugada, horas después de que te habían mandado a dormir a güevo, todavía con el estómago henchido de tamales o buñuelos o pozole o quizá alguna vez pavo, y con la ilusión de que, por fin, ese tal Santaclós sí te trajera lo que habías pedido.

En-Estos-Dias02II Cuando llegaba el 31 de diciembre y, entre trago y trago, entre botana y botana, y entre una y que otra lágrima, se esperaba a que en la radio de la estación local empezaran a contar regresivamente los segundos que quedaban para las doce de la noche, y, de inmediato, repartir un apretado abrazo y otro abrazo fuerte a cada uno de los presentes, fueran familiares, fueran invitados, fuera un vecino que llegara de pasadita, para sentir el aroma de los tamales, o el del menudo o el del pozole de cabeza de puerco, porque, qué caray: era Año Nuevo y había que entusiasmarse a como diera lugar, para continuar el rumbo de la vida. No ibas a poner una cara dura por más difícil que estuviera el panorama, si para eso se esperaba el Año Nuevo con ansias locas, una semana después de que había sido Noche Buena; nomás que esta vez no iba a llegar nadie a repartir regalos, sólo se reunía la familia en la sala y se ponía la consola o la grabadora para escuchar esos discos grandes de color oscuro, con un hueco en medio, que hacían por arrancar el entusiasmo de los que esperaban la culminación del año y la llegada del otro. Estando ahí se podía escuchar el bullicio de las otras casas, y los cantos parranderos de los bebedores, y el tronar de un cuetito en la calle; también te llegaba el olor a pólvora. Al rato habría que encerrarse, poner la radio y esperar la hora de los abrazos y los gimoteos, porque si te metías a osado y andabas en el patio, Dios guarde la hora, podías ser el blanco de una de las balas perdidas que disparaban al aire los señores con sus armas, al momento en que las doce marcara el reloj. Se escuchaba una tronazón en toda la colonia, aunque todos los años dijeran que estaba prohibida esa práctica. Nadie hacía caso: fuera con pistola o con rifle o con escopeta jalaban el gatillo como los meros machos, por la sencilla razón de que ya era Año Nuevo, no fuera a ser que, al año siguiente, ya no estuviéramos.

*Abogado y escritor.

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