Por Sylvia Teresa Manríquez*
A mi padre le gusta el box, tanto que él mismo practicó este deporte como “amateur” o aficionado. Orgulloso me cuenta que entrenaba en el establo del Chapo Romo, en el Hermosillo de los 60. Admito que aunque no me gustan los golpes y menos ver sangre, de vez en cuando disfruto una buena pelea de box, de las funciones que aún se transmiten los sábados por la noche.
Recuerdo a José Ángel “Mantequilla” Nápoles, en hombros de los aficionados, que gritando “mío, mío, mío” abrazaba el preciado cinturón que lo avalaba como campeón mundial welter. Qué decir de Carlos Zárate, campeón peso gallo. En los 80 surgió Salvador Sánchez, campeón de peso pluma, talentoso y guapo para mis ojos adolescentes, aunque hoy no me parece tan agraciado; ví casi todas sus peleas. Su trágica muerte me entristeció tanto que durante muchos años no quise saber nada acerca del box.
Volviendo a los 70, otra afición importante entre los capitalinos, era el beisbol, deporte que también practicaba mi papá, como aficionado, y que yo, por ser niña solo practiqué en su versión de softbol. En el estadio “Héctor Espino” me aficioné a la emoción de la quiniela de la primera entrada, la primera carrera o el primer out. Y no sé porque, jamás he probado otros tacos de carne asada con el sabor de los del estadio. También iba al beis en Navojoa, allí mi abuela materna, gran aficionada, me enseñó a gritar porras a los mayos, y aquella frase de “arbitro vendido” que me apuraba a gritar cuando las cosas no iban muy bien para el equipo de casa. Mi abuelo, Don Checo Quiroz, era el responsable de la pizarra del estadio Manuel “Ciclón” Echeverria que se había inaugurado hacía pocos años, en octubre de 1970 en la “Perla del Mayo”. Ir a la cabina era emocionante, me gustaba sentarme con él y ver como manejaba la consola que hacía lucir aquellos numerotes en la pizarra.
Años más tarde, hice el servicio social que me requería el ITH, como edecán, en un grupo que coordinaba Elizabeth Estrada. Una de las actividades que con más cariño recuerdo fue precisamente el trabajo en el estadio de los naranjeros. Conocí a Federico Coker, el anotador oficial, Fausto Soto Silva en las narraciones y el cronista deportivo Juanito Aguirre, gran amigo hasta la fecha.
En mi infancia, la familia acostumbraba reunirse los fines de semana, en los que la abuela paterna disfrutaba de los partidos de futbol americano, deporte que le encantaba, aunque para mí eran como canciones de cuna, siempre me dormía.
Recuerdo especialmente las tardes de box, mi padre se bebía unas “pacifico”, “superior” o “listón azul” mientras nos explicaba los golpes y movimientos que realizaban los boxeadores. Uno de esos días, mi madre había lavado las cobijas y por ser yo la mayor de los hermanos me mandó a quitarlas del tendedero, así que mientras ella no se perdía ningún round yo fui a ragañadientas al patio.
Observé las cobijas movidas por el viento que se sentía fresco y muy agradable. Abracé la cobija que colgaba mas abajo y pasé largo rato meciéndome. Con el aire entre el cabello, mi mente se perdió entre las estrellas. Me arrobaban, eran tantas, tan lejanas y tan chiquitas que las tapaba con un dedo. ¿Quién viviría allí? ¿Me estarían observando como yo a ellas?
De repente me quedé sin movimiento. Clarito sentí que el viento terminó. Quise gritar y la voz no me salió, solo veía fijamente ese objeto desconocido que apareció inesperadamente entre las estrellas, como si fuera la respuesta a mis cavilaciones, porque parecía que desde su redondez alguien o algo me observaba. Sentí pánico pero seguí observando. Era muy grande y brillante, estuvo ante mi vista un rato que debió ser breve pero que a mí me pareció eterno. Y así como apareció, de repente se fue.
Entonces pude moverme, solté el cobertor y corrí a dónde mi madre, que con expresión de asombro preguntó por las cobijas. Yo no pude hablar y ella me tomó de los hombros. Reaccioné temblando, le describí exaltada lo que acababa de pasar.
¡Pancho! -Gritó a mi padre- ¡La Tere vio un ovni!
Entonces supe que así se llamaba aquel objeto que invadió mi tranquila observación del firmamento.
Los titulares del día siguiente en “El Sonorense” y “El Imparcial”, los diarios locales, fueron precisamente el avistamiento de ovnis en diferentes partes de la entidad.
La experiencia me convirtió en la persona más interesante de la familia durante mucho tiempo.
Admito que ir sola al patio a veces me atemorizaba, no así observar el firmamento. Sigo viendo el box, apostando en la quiniela de la primera entrada del béisbol y hasta disfruto de vez en cuando algún partido de fútbol americano. Y continúo ensimismándome con las estrellas, porque estoy segura que allá, en algún lejano planeta alguien o algo se mece en un suave viento preguntándose quién estará observando, y se lleva el susto de su vida cuando una sonda lanzada desde la tierra invade su tranquilo cielo extraterrestre.
*Comunicadora.