Por Miguel Ángel Avilés Castro*
Ese apodo se lo pusieron desde chiquito pero fue el mejor que pudo haber tenido cuando alcanzó la cima como goleador.
El Ruso, de pelo güero y piel blanca estremeció las redes muchas veces pero no tanto como estremeció la noticia unas horas antes de otro juego donde estaría alineando, de no ser por su ocurrencia de correr a mil por hora con tal de llegar puntual a la cita y saltar al campo de tierra como tantas ocasiones.
Así quiso dios que fuera, asegurarían con resignación sus familiares pero ellos saben que si la piensan tantito, se quedan a dormir allá y ahorita todavía seguiría pateando esos balones hacia la portería contraria no le hace que fuera ya en la liga de veteranos o de máster.
El Ruso, el Sergio y otro más que iba en medio de los dos en ese pick up partieron un día antes al pueblo de San Bartolo para asistir a esa boda o a un baile que acabó en la madrugada. Eran frecuentes esas hazañas en el Ruso y en cualquier deportista amateur que se jacte de serlo: podías entrar al campo andando amanecido y con un tufo a vinagre y ni quien te amonestara porque la noche anterior y toda la semana te la habías pasado metiéndote unos tragos.
Cuantimás, decían algunos, que así se jugaba mejor y se bajaba más rápido la cruda, no le hace que al medio tiempo parecías un pescado moribundo, con el cuerpo tembloroso y boquiabierto.
A eso le apostó yo creo el Ruso y calculaba llegar al punto de la ocho cuando el árbitro estuviera por pitar el inicio de ese juego. Después del baile en aquel patio grande rodeado de matas de mango que ya estaban floreciendo, alguien propuso agarrar la carretera de una buena vez y así como andaban de amanecidos se vinieron los tres y un reloj que por el apuro de llegar les picaba las costillas.
Habrían venido apenas cuando clareaba y en los primeros kilómetros salieron bien librados. Eso les dio valor para afrontar el desafío. El pie se fue hasta el fondo y el velocímetro se tensó lo más que pudo. El Sergio echó la cabeza para atrás y dormitó por un buen rato reclinado en el asiento, confiando su suerte a la pericia del piloto.
Hizo mal o hizo bien, ya no se sabe pero no le tocó ver a él ni nadie porque a todos les había ganado el sueño cuando el letrero avisaba la cercanía de una curva. El estruendo sólo lo escucharon acaso los pájaros y una vaca solitaria que rumiaba, resignada y lenta, las ramas cecas de un brazo de un encino. Por encima de todo pasó volando un pick up que ya no lo controlaba nadie. El Sergio fue a caer no sé cuantos pies abajo, en las blandas arenas de un arroyo y por eso vive aun para contarla. El Ruso salió, como hombre bala, por entre el vidrio delantero que se hizo añicos y cayó a varios metros del Sergio y del que venía en medio cuyo nombre no me acuerdo pero pudo bien llamarse muerte. Y que atrás del Ruso venía el pick up como un animal rabioso y de acero dando vueltas y sólo se detuvo cuando el filo de la caja le pegó con toda la aviada en su cabeza.
Esa fue la historia que me contaron, no vaya a creer usted que yo era el que venía en medio. La otra parte de su suerte si la presencié porque todos los del barrio fuimos a su casa ya que ahí, como se hacía antes, le hicieron su velorio.
El Ruso tenía un traje blanco o de color marfil que para el caso era lo mismo. En la tarde llegaron lo de su equipo, uno a uno fueron pasando y le lloraban. Se quisieron hacer lo valientitos pero no pudieron: eso siempre pasa cuando la muerte incompasiva te derrota.
*Abogado y escritor.