Por Salvador Antonio Echeagaray Picos*
En la lejana década de los 50´s en los primeros días de las vacaciones escolares de verano, en San Javier, San Ignacio, regresaba a la casa de mis abuelos maternos con la jarrilla vacía de la leche que me habían mandado comprar a la tienda de don Otilio – la más grande y surtida del pueblo. Sabiendo que mi abuela Amalia me esperaba para mandar – conmigo- el desayuno a mi abuelo Miguel y a mi tío Emilio que laboraban en la parcela de la familia y que no podía faltar la leche en el morral, fingiendo que traía llenita la jarrilla, empecé a gritarle ya cerca de la casa, para que me ayudara ante el riesgo de que el preciado liquido se me derramara. Presurosa, mi abuela me encontró, descubriendo entonces la travesura de su nieto, la cual condescendiente, premió con una sonrisa comprensiva y cariñosa. De haber sabido mi abuela las consecuencias que se desatarían para su nieto, al mandarme de nuevo a buscar la leche que se necesitaba, creo sinceramente que no lo hubiera hecho.
Sin embargo, y como él hubiera no existe, mi Abuela reaccionó rápidamente ordenándome que regresara a buscar la leche en la tienda de Don Roberto Bernal o hasta la casa de los Zamora ubicada en el barrio del Mezquital, si fuera necesario- te me vas volando porque te quiero de regreso rapidito y sin tirar ni una gota de leche-, me ordenó. Fui flaco y de piernas largas por lo que recorrí en pocos minutos la distancia que había a la tienda de Don Roberto, quién detrás del mostrador me atendió personalmente diciéndome, ¡ya se acabó la leche Picos! no sé por qué, pero siempre se dirigía a mí con el segundo apellido (quizás por mi abuelo Miguel Picos)- ve con los Zamora- me dijo, a ver si todavía alcanzas la ordeña. Otra vez a correr con la jarrilla en mano ahora a una distancia mucho mayor, ya que ésta singular familia vivía en las orillas del pueblo, en una casona con la particularidad de no tener ni una sola ventana en la pared que daba a la calle del Mezquital, una de las principales del pueblo y de donde tomaba el nombre el Barrio, así llamado, por la bajada que conduce al arroyo y a los caminos que llevan a la ex hacienda de los Pozos y a los vecinos pueblos de Camacho de arriba y de Camacho de abajo, por las orillas del Rio Piaxtla al poniente del pueblo, rumbo a la Quebrada de los Sandoval e Ixpalino.
Uno de los Zamora que ordeñaba una vaca de color pinto y de mirada triste -la vaca no el Zamora- me dijo casi mascullando las palabras por el cigarro que apretaba entre sus gruesos labios, pon tu jarrilla detrás del envase de la Clotilde, a ver si alcanzas por lo menos el litro. Después de colocar obedientemente la jarrilla en el lugar indicado, al punto oí a mi amigo Dimitas que me gritaba, Salvador, te andaba buscando porque queremos que vayas con el equipo de nuestro Barrio, a la bajada del arroyo, a la corrida de carros, a ver si ahora sí le ganamos a los del barrio del Mezquital. El Dimitas se refería a la famosa jugada de “carros” los que se construían con madera seca de guásima y a los que se instalaban ruedas hechas con el fruto circular o redondo del árbol llamado ”haba” que en gran cantidad se da en los montes del municipio de San Ignacio, cuya región costera se encuentra cercana al Trópico de Cáncer.
Debo comentar que el éxito o fracaso de las citadas “carreras” dependía en gran medida de la resistencia de las dichosas “ruedas” ya que éstas se quebraban con frecuencia al no soportar el peso del conductor, que desde luego, debía ser el más flaco del equipo, razón por la cual siendo el de menor peso y además flaco, me di cuenta , hacia donde apuntaba la invitación que me hacía mi amigo ya que por las” desbarrancadas” de los “carros” en la pronunciada cuesta donde se efectuaba la competencia al quebrarse una o más “ruedas”, pocos plebes aceptaban el riesgoso oficio de pilotear tan endebles artefactos. La voz del Dimitas insistió en la interesada invitación para que me sumara al equipo –seguro perdedor-, desde mi percepción, diciéndome en voz baja y cómplice ven “Salva”, hace rato pasaron la Chuyita y la Socorrito para ver la carrera y pues ¡órale, ahora es cuando! Ante la promesa que representaba la presencia de aquellas bellas niñas de nuestro tiempo en la carrera de carros, me olvidé de la jarrilla, de la leche…. y hasta de la abuela…. y me fui en compañía de mi amigo a la cuesta del arroyo, dispuesto a enfrentar a los demás participantes en la justa que me daría la oportunidad de lucirme como esforzado piloto, en las carreras que concentraban a la mayoría de los niños y jóvenes del pueblo.
Cuando llegué a la pista preparada previamente con solo quitar las piedras que podrían poner en peligro el rodado de las delicadas ruedas, el Bernardo, primo mío, hijo del “plátano” Picos hermano de mi abuelo Miguel, me jaló aparte para decirme que él mismo, en esta ocasión, había construido el carro que yo conduciría, con madera bien seca de palo de guásima y que además se había encargado de la preparación de las ”habas“ que servirían de ruedas tan importantes para tener éxito en lo que se esperaba, sería una reñida competencia. Debo decir que a toda la anterior “sesuda” explicación de la “rural tecnología” “automotriz”, yo le ponía escasa atención, preocupado más por localizar dentro la nutrida concurrencia de niños y “grandulones” apostadores la presencia de las antes referidas niñas que eran las responsables sin saberlo, desde luego, de mi presencia como “piloto” en la competencia y sobre todo, después de lo que el Bernardo me dijo con profética convicción primo lo que es ahora, con mi carro y las ganas que le pongas, es seguro que ganas y si no pues te lo tengo que decir, voy a perder un saco de maíz que estoy apostando por eso ponle toda tu “ciencia” porque te aseguro que esta vez va “morder” el polvo el equipo del Mezquital.
A estas alturas de evento y antes de que nos acomodáramos en los lugares asignados en la pista de salida, ya había localizado para mi tranquilidad tanto a la Chuyita como a la Socorrito que estaban ocupadas organizando una ruidosa porra con vítores a favor del equipo de nuestro barrio”ribereño” mencionando mi nombre como nuevo piloto, lo cual elevó por las nubes mi adrenalina como competidor, estimulando mi deseo de ganar la carrera a como fuera. Como les quedará claro lectores, la dichosa jarrilla, con o sin leche, seguía en la ordeña de los Zamora, junto al envase de la Clotilde. Ya entrado en ánimos, en los minutos previos a la competencia y cuando me encontraba pendiente de la plática y risitas que tenían las niñas que resultaban ser la causa de mi presencia y mis afanes competitivos, me jala la manga de mi camiseta la Macrina, vecinita de mi barrio y alzando la voz entre el escándalo de los porristas de los distintos bandos y dice: tu abuela me mandó buscarte para que te pregunte qué qué pasó con la leche, que te está esperando para que lleves el desayuno a la milpa-.
Confieso, sin rubor alguno, que a estas alturas del partido, ya no pensaba en otra cosa que no fuera ganar la carrera para quedar bien con la Chuyita y la Socorrito que ahora gritaban a todo pulmón mi nombre como piloto, ¡Chava! ¡Chava! ¡Chava! ¡Si se puede! ¡Tú vas a ganar! ¡Tú vas a ganar!, ¡Ra! ¡Ra! ¡ Ra!, entre ruidosos aplausos y la gritería de nuestros partidarios y uno que otro apostador. Antes de la inminente salida, se me acerca el Bernardo y me dice al oído volteando para todas partes – primo si es necesario, “échale” el carro al Trejo que te puede ganar porque también él trae buen carro- – si lo sacas del carril seguro se le rompen las ruedas y los demás competidores son “pan comido”, me aseguró. Con el ánimo exaltado y el deseo de quedar bien con mis admiradoras y los apostadores, en ese orden, sobre todo queriendo evitar que el primo Bernardo perdiera el saco de ‘‘máis’’ –como afirman que decía don Porfirio Diaz-. Después del clásico “disparo” de salida que hizo con su vieja pistola don Remigio, el ”bonachón” policía del pueblo, por cierto el que “cazaba” las apuestas; salí catapultado por el Bernardo. El “empujón” lo recibían sobre sus hombros cada uno de los pilotos, de parte del fortachón de cada equipo, con la mayor fuerza posible, para que cada carro “agarrara” velocidad en la tierrosa bajada que caía en una extensión aproximada a los 200 metros, hasta donde se encontraba la meta, cerca del arroyo, señalada ésta con una hilera apilada de manojos de hojas secas de maíz para disminuir a lo máximo el impacto de los carros que en su veloz llegada a la meta, podría poner en riesgo la integridad física de los pilotos.
Como estoy contando, en pleno recorrido como a los cien metros entre gritos de las porras, chiflidos y el denso polvo que se levantaba, alcancé a ver con estos ojos que algún día se comerán los gusanos – ¡oh fortuna! de los elegidos – pensé en ese momento que el carro del más fuerte competidor el del Trejo, del equipo del Mezquital, se había volcado con las ruedas hechas añicos. Pero poco duró mi alegría al notar que el carro del Filemón del mismo Barrio, se me había emparejado como a los ciento cincuenta metros del recorrido. Lo tenía faltando escasos cincuenta metros de la meta, al alcance de mis, largas piernas, y no me lo van a creer pero a escasos segundos de la última etapa de la carrera, vi que mis dos musas deportivas se encontraban ubicadas a un lado de la meta, vitoreándome desaforadas por la emoción y las posibilidades reales que veían de que yo ganara la competencia. En esos momentos recordé la tramposa recomendación del Bernardo de “echarle el carro”, no ya al Trejo fuera de la competencia, si no al que fuera que pusiera en riesgo mi triunfo y con la ventaja que me daba ser el único “enzapatado” de los pilotos, los demás usaban ”huaraches”, me disponía a estirar hacia el carro del Filemón mi pierna para sacarlo de la feroz competencia con la complicidad del intenso polvo que nos cubría cuando, ¡otra vez bendita fortuna!, veo que el pobre del Filemón iba a dar con todos sus huesos a la tierra con todo y carro con las ruedas delanteras hechas trizas.
Mi triunfo fue apoteótico, ruidosamente celebrado por los simpatizantes y apostadores del barrio “ribereño” y desde luego por el Bernardo, que presto, me subió en hombros festejando el triunfo de su primo en el reñido y accidentado evento, hombros fuertes que cargaban mi flaca anatomía, desde cuya altura trataba de localizar a mis “fervientes” admiradoras que cruda decepción! que sufrí, cuando las alcancé a ver cobrando con el policía sus respectivas apuestas como si fueran “expertas” apostadoras y con premura se retiraban del lugar, cruzando el arroyo, sin voltear siquiera hacia atrás, donde quedaba el “piloto” triunfador, pero desafortunado galán, con la tristeza de sentirse ignorado y vilmente utilizado.
Y la jarrilla, con o sin leche….y la abuela Amalia…. y el desayuno del abuelo Miguel y el tío Emilio que esperaban allá en la Parcela, seguramente hambrientos, se preguntará uno que otro amable lector que con generosa paciencia haya terminado de leer este relato. La “dolorosa” y puntual respuesta, que quizá algún día cuente…
Desde la Ribera del Piaxtla.
*Notario Público.