Por Juan Cervera Sanchís*
No, no podía creerlo. Supuse que debía estar soñando:“ Aaahhh”, murmuré con decepción. Sí: aquello era la peor de las burlas. No podía imaginarlo y lo estaba viendo desde mis lúcidos párpados. Porque todo era luminoso. La luz había adquirido un fulgor desacostumbrado. No era la luz ordinaria de siempre. Los colores me resultan novísimos. Estaba, de hecho, sucediendo algo hermoso. Sí: era todo muy hermoso. Mi cuerpo no me molestaba. La pesadez de mis piernas había desaparecido. Mi dolor de riñones. Mi dolor de cabeza. Todo lo que antes me era molesto había desaparecido. Lo que no había desaparecido era aquel ramillete de amigos, que yo quería hacer desaparecer de mi vista y no podía. Ellos estaban allí. Decían mi nombre. Lo repetían una y otra vez y, oh misterios de la vida, estaban llorando, llora que llora por mí. Aaahhh piara de hipócritas. Pensé escupirles. Deseé gritarles: ¡Váyanse de aquí! Les grité y ellos siguieron allí. Mirándose unos a otros, escondiéndose a la vez unos de otros… y diciendo mi nombre y lamentándose… de no sé qué se lamentaban, porque yo, de no ser por su presencia, me sentiría mejor que nunca.
Nada estaba claro. No entendía muy bien lo que estaba pasando. Vi que flotaba por el salón y que podía traspasar las paredes, los techos…me alejé del salón donde se conglomeraban ellos. Vi la noche. El cielo. Las estrellas. Y la noche era diferente. El brillo de las estrellas me impresionó. Jamás había visto nada semejante. Algo me empujó hacia dentro. Retorné al salón donde estaban ellos hablando de mí… Llegó entonces Elena toda vestida de negro. Ellos se levantaron como movidos por un resorte, cual si fuesen juguetes. Elena gritó mi nombre y lloró a torrentes, como toda una y bien entrenada plañidera. Ellos, unos tras otros se le acercaron y la fueron besando entre palabras de consuelo. A mí, al ver todo ello, me entró una risa loca y empecé a lanzar carcajadas, pero ni ella ni ellos parecían oírme. Me di cuenta que algo estaba pasando que yo no alcanzaba a entender, pero que nos distanciaba entre sí. Era algo como si estando en el mismo lugar estuviéramos a la vez en lugares distintos. Me sentía feliz y molesto al mismo tiempo. Ellos en realidad me estaban sobrando. Insistían, sin embargo, en seguir allí. Terminaron de besar a Elena. Yo pensé que se estaban dando un banquete con ella. Pero decían mi nombre. Pensaban en mí. Les podía leer el pensamiento a cada uno de ellos. Increíble. Sí, era increíble. Y me dio más y más risa. No podía creerlo. Todo aquello era insólito para mí.
Llegué a la conclusión de que estaba soñando, porque, además de leer sus pensamientos, les leía el subconsciente y me daba cuenta de las enormes contradicciones que estaban viviendo y, cómo ellos, no sospechaban lo que les impulsaba a llorar y a decir mi nombre. Sí, pensé que era un sueño muy raro, pero también muy interesante. Decidí no tomarlos en cuenta y dejar que mi sueño, como una película, rodara hasta su fin. Leí la mente de J. M. Y comprobé que mientras lloraba por mí, deseaba a Elena y acariciaba imaginariamente su cuerpo. La diversión continuó al seguir llegando nuevos amigos. Al rato no cabían ya en el salón y se salían a fumar a los pasillos. Yo, como si fuese aéreo, no dejaba de flotar de un lado para otro. Aquel flotar me parecía encantador. Fue entonces que llegó mi ex mujer. Sus gritos me trastornaron. Ellos volvieron a levantarse como muñequitos mecánicos. La oí decir: “Quiero verlo, quiero verlo por última vez”. Fue cuando me di cuenta que mi cuerpo, entre amarillo y verdoso, como un mango a medio madurar, yacía a todo lo largo en un ataúd. No parecía yo, pero era yo como si tras una gran cruda me hubieran retratado. Estaba bastante feo. No es que yo sea bonito, pero allí se me veía horrible. Mi ex mujer, sin más y, con esa capacidad de fingimiento que siempre la ha caracterizado, abrió por completo el féretro y me estampo un beso en la mejilla, para de inmediato exclamar: “¡Era un bendito!” y añadir: “Que bueno era, que bueno era. Siempre se mueren los mejores. “Al oír su retahíla sentí que me volvía loco de risa. Eso de que siempre se mueren los mejores me pareció fantástico, pues que yo sepa nadie se queda aquí para siempre, ni la peor de las mujeres ni el más malo de los hombres.
Volví a leer sus mentes y fue como entrar en la paupérrima enciclopedia de la humanidad. Hombres y mujeres, ayer como hoy, se niegan a aceptar el fenómeno natural de la muerte, tan cotidiano, y ante un muerto lloran, en verdad, no propiamente por el muerto en sí, sino por el muerto que todos llevamos consigo. Pude verlos a todos tendidos desde ya en su ataúd. Viví ese tercer acto de la muerte en cada uno de ellos desde mi propia muerte. Me impresionó mucho la agonía de C. T., pero a su vez todo aquello me resultaba muy divertido. Jamás había soñado nada igual. La madrugada avanzaba. Vi como B. A. con disimulo iba una y otra vez al baño y allí sacaba su pomo y se daba su traguito de alcohol. Mi ex mujer, sensualona como siempre, mientras lloraba por mí con el consciente, con el subconsciente deseaba a R. Z. Leer los pensamientos ajenos es algo que puede terminaren pesadilla. De pronto ya no quise leer nada y deseé despertar. No podía y me desesperaba y seguía allí flotando de un lugar para otro. Decidí dejar el lugar y floté entonces sobre el edificio. El aire era frío. Empezaba a clarear el día. Vi el semáforo de la esquina y me parecieron de fábula los colores: rojo, verde y amarillo. Nunca antes los había visto así, ya nada era igual. Todo era nuevo y distinto para mí. Pensé que posiblemente era cierto cuanto estaba viendo y que yo ya estaba realmente muerto y que de verdad mi ex esposa, Elena y mis amigos estaban en mi velorio y a la espera de mi entierro. ¿Era yo el protagonista estrella como corresponde a todo muertito? Me entraban mis dudas. Pero… Si era cierto. Si yo era el muerto allí nada de lo que había imaginado que era la muerte correspondía a lo que podía ver y estaba sintiendo. Aquello de que la muerte es un silencio infinito en la infinita oscuridad de la nada no tenía nada que ver con lo que yo estaba experimentando. Comencé a hacerme preguntas. ¿Acaso la muerte era esto de estar consciente y flotando en el espacio? Pero, ¿por cuánto tiempo? Un viejo amigo me había hablado de que nosotros somos depósitos de energía y que al morir, esa energía se libera y ocurren dos cosas: o se eleva a un plano superior o retorna a nuestro mundo en una vida nueva, aunque no se recuerde la anterior. Yo nunca creí en la teoría de mi amigo, quien me aseguraba que así era.
Me preocupó mi futuro. ¿Qué iba a ocurrir conmigo en unas horas? Recorrí nuevamente el salón. Mi ex esposa, Elena y el resto de mis amigos ya se veían bastante demacrados. Algunos dormitaban y otros fumaban y fumaban mientras consumían café. Dos de ellos hablaban de mí con evidente tristeza, pero me acordé de que cuando vivía y, la verdad, es que nunca les preocupé gran cosa. Ahora muerto… sí les preocupaba y supe por qué, pues la muerte ajena es de alguna manera el espejo donde vemos nuestra propia muerte. Floté sobre lo que suponía que era mi cadáver, cada vez más verde-amarillo, a lo mango por madurar. Sentía que aún no podía alejarme del todo de mi cuerpo muerto.. Algo me ataba a él todavía y yo en sí era como un reflejo de él. Los ruidos de la mañana me parecieron algo cautivador: los motores de los autos, los cláxones, las voces de la gente… Mi ex esposa, Elena y todos mis amigos se sacudieron el sueño y los vi salir del salón. La hora del entierro había llegado. Les oí decir que me iban a cremar. Por primera vez a lo largo de mi sueño sentí el terror ante el preámbulo del fuego. Advertí que no podía hacer nada. Decidí esperar. Me tranquilicé. Y pensé que de un momento a otro despertaría. Tenía que despertar, pues todo aquello no podía ser más que un sueño. Olía a café, a tortas… Nada se me antojó. Yo estaba como más allá del hambre. Fue cuando llegó M. a la cafetería y les dijo:-Nos vamos. Los uniformados levantaron el ataúd y lo metieron en el coche fúnebre. Yo seguía flotando sobre el cortejo, a la vez que estaba dentro de la mente de cada uno de ellos. Compartí la emoción que les embargaba, es decir, el miedo a la muerte. Pensé en la cremación. El traslado fue maravilloso. Nunca, nunca había visto la ciudad tan bella, era un gran poema sin palabras, hecho de sonidos, colores y murmullos, y todo nuevo, nuevo… Llegamos al crematorio. El terror se apoderó de mí, ¿qué iba a pasar? Sacaron mi cuerpo del ataúd, se hicieron rápidamente los preparativos y me vi envuelto en llamas, pero nada era doloroso; mi cuerpo iba desapareciendo para siempre, para siempre… y, ¡¡¡de pronto!!! yo, sentí, sentí, sentí que me liberaba de mi mismo, de todo que había sido. El sol me atraía y toda la luz del Universo parecía pertenecerme. Descubrí que yo en esencia era luz. Mis amigos desaparecieron de mi vista y los vi por última vez, no sin cierta conmiseración, como pequeñas prisiones de luz, inconscientes de su destino.
*Poeta y periodista andaluz.