Por Fidencio López Beltrán*
Al paso de los años se entiende mejor todavía el lugar de la experiencia y el currículum en relación a la educación y a la ciencia, aunque, parafraseando a Bachelard, la experiencia en el proceso de la investigación, es un obstáculo para acceder a los conocimientos científicos. Sin embargo, partimos de reconocer que la educación y la ciencia en los procesos formativos, son articuladas por el currículum, y el mismo currículum lo nutre la ciencia y la educación misma. De ahí que el lugar de la experiencia, también adquiere un lugar decisivo cuando asumimos el curriculum como un desafío educativo, científico y cultural.
Ahora bien: ¿qué se entiende por curriculum? ¿Y es el curriculum un eje articulador?
Cuando de currículo hablamos estamos pensado no solamente en planes y programas de estudios organizados con fines formativos y por tanto de aprendizajes de un determinado campo profesional, sino también estamos aludiendo a las prácticas profesionales que acontecen dentro o fuera de los espacios universitarios (laboratorios, aulas, talleres, prácticas de campo, pasillos y redes sociales) y a las necesidades sociales a las que debe responder el profesional que se quiere formar. También estamos hablando de quienes son responsables de los procesos institucionalizados de la enseñanza y la investigación en la disciplina o campo profesional del que se trate: los maestros, investigadores, el personal de apoyo y los directivos, que deben estar siempre orientados tanto a la aplicación y generación de conocimientos diversos como a la gestión del aprendizaje y del desarrollo institucional para que la educación y la ciencia que cotidianamente se hace adquiera mayor sentido social.
Por lo tanto, hablar del curriculum como una actividad permanente ya no es nada nuevo, ya es una obligación de toda institución que estén pensando en su calidad. Así, visualizamos al curriculum como el eje articulador de la educación y de ciencia en la cultura universitaria actual. En particular, hablar del diseño curricular permanente es estar pensando en esos elementos y también en todo aquello que implica (sea implícito o explícito, inconsciente y consciente) a la formación profesional, a la investigación científica y a la extensión de la cultura, pues en el ámbito de la educación superior el curriculum incluye a profesores, a estudiantes, personal de apoyo al desarrollo institucional, a los mismos padres de familia, a los recursos disponibles (sean financieros, bienes y servicios) pues todos ellos, visualizados como colectivos dinámicos y cambiantes, están vivenciando el curriculum cotidianamente, reconstruyéndolo en distintos momentos y planos de su quehacer; por ello, el currículo como eje articular de la educación, la ciencia y la tecnología, además de ser también una manifestación cultural, suponemos debe favorecer la formación profesional innovadora y estratégica que los nuevos tiempos nos exigen.
Es importante tener claro que las experiencias cotidianas contrastan y en muchos casos contradicen lo que el curriculum formal, como el modelo educativo deseado-declarado o como hipótesis de trabajo, pretende lograr, pues suele suceder que el currículum no siempre responde a las necesidades sociales (incluyendo la de los empleadores o las propias del autoempleo) ni está basado en las prácticas reales que hacen los profesionales en su vida laboral, más allá de su actividad docente formal que despliegan en las aulas y/o en medios telemáticos interactivos no presenciales. Todavía más, hay muchos estudiantes que sólo conocen a su profesor por la asignatura que trabajan en el desarrollo de la clase diaria, pero ignoran lo que sus maestros hacen en su práctica profesional.
Por todo ello, el reto de la educación y la ciencia misma, es empujar a analizar una serie de propuestas (competencias- contenidos, métodos y medios) que nos lleven a imaginar y en su momento a actuar en un nuevo currículo que sea diseñado desde la misma práctica in situ realizan los profesionales (ya expertos con trayectoria profesionalmente reconocida) para que desde esa práctica (desde abajo y horizontalmente) podamos diseñar cómo pueden ser los procesos de formación y específicamente cuáles son las competencias de los profesionales que quisiéramos formar y en su momento, iniciar el abandono (con todo lo complejo, y doloroso que ahora nos parezca) de los presupuestos curriculares verticales y de simple acumulación de conocimientos disciplinarios descontextualizados.
En síntesis, se trata de partir de lo que hacen en su vida profesional el psicólogo o del profesional del que se trate, relacionando la práctica-teoría y luego, la teoría-práctica; esto significa que habría que dejar en segundo plano, el deber ser de la formación academicista de la carrera, que tradicionalmente ha sido construido en razón del conocimiento teórico/disciplinario acumulado en el plano formal y auspiciado por un presupuesto epistemológico vertical y autoritario de la ciencia (a veces excluyendo al sujeto, a la persona, que es lo más importante en el curriculum mismo). Y ahora debemos dar cabida a nuevos paradigmas, que sean flexibles y estratégicos para el desarrollo social y humano.
En conclusión, las experiencias acumuladas y bien contextualizadas en el plano de la educación y la ciencia, son la evidencia de que las innovaciones, producto de los esfuerzos científicos y tecnológicos y los cambios curriculares, han surgido, sin duda alguna, a partir de las necesidades sociales y de las exigencias de empleadores y del aparato productivo. Esto plantea, entre otros desafíos, que las instituciones universitarias cumplan a cabalidad y cada vez, con mayor creatividad e inventiva, su función formadora y socializadora de conocimientos, de valores y generadora de competencias-herramientas de todo tipo, que contribuyan a engrandecer la vida moral, intelectual y estética de las personas, grupos, comunidades y la sociedad en su conjunto. Claro está, con mente y actitud abierta a la mundialización y a la competencia internacional.
*Doctor en Pedagogía/UNAM. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.