Por Jaime Irizar López*
Al levantarme hecho todo un licuado de sentimientos encontrados y después de agradecer a dios el nuevo día, me dio por hacer un esfuerzo nemotécnico para platicarles mi experiencia onírica. No sé si lo que les cuento pertenece al plano de lo real o de lo irreal, se los aseguro, pues era tan vivido mi recuerdo como intenso, que vibraba mi cuerpo entero como un gran diapasón con cada imagen evocada.
En este mi extraño pero grato sueno, al recordar mi infancia llore otra vez al lado de mi madre las penas de niño y sufrí de nuevo mis dudas existenciales; la vi otra vez con ese gesto de preocupación y aprendiendo día tras día a borrar de su cara toda expresión de alegría y cambiarla por una faz de frustración e impotencia, cada vez que se acercaba la hora de comer y pensar en las 19 bocas que tenía que atender; de nuevo viví un sentimiento profundo y doloroso provocado por la pobreza y la crueldad de la ignorancia en la que vivimos esos años.
Allí estaba también mi apa, el viejo gozoso, sin problemas de salud y todo un ejemplo de entereza. Su bigote finamente recortado, su chamarra gris, su texana de lado, siempre dispuesto a regalar una frase de aliento a modo de saludo a quien tuviera la suerte de contactarlo. Yo goce al verlo, era una alegría estar con el de nuevo, aun en esa circunstancia extrema de necesidades que caracterizaban a nuestra familia en ese tiempo tan difícil de vacas flacas. Pude mirar también a Paco y a Jorge, mis queridos hermanos, pescando alegrías y nuevos sueños en el mar infinito de la muerte y esperando con sobrada calma el reencuentro eterno con los suyos.
También vi a el Lalo, el Chuy, y al Chito, y a todos los amigos de barriada; ellos evocaron juguetes de niño pobre: el trompo, el “yo-yo”, el balero y “la avalancha”, y con ella sobrevino un alud de emociones al reencontrarme con la mejor construcción para la diversión: una tabla vieja con baleros usados a modo de ruedas en las cuatro esquinas con la que recorríamos el mundo de los sueños infantiles.
Esos juguetes eran mágicos, daban vida a las más extraordinarias hazañas creadas por la inventiva y la necesidad; hacían que por momentos olvidáramos el llanto cotidiano del estomago; era la felicidad de los plebes con las bolsas vacías y los pantalones de segunda. Corríamos libres por el descampado, y no muy lejos de ahí mucha gente, se reunía feliz frente a unas ollas: ¡bolsas de garbanzo!, que delicia al vapor o tatemadas. Todo un grato recuerdo de mi infancia y una práctica social que daba identidad a nuestro pueblo.
Mi sueno parecía ser una película fiel de mi vida. Me sentí niño otra vez. Ahí estaba en mi sueño El Turco, (como podría faltar), el único perro que tuve. Un gran y hermoso pastor alemán legitimo de grandes patas, uno de los pocos regalos de cumpleaños que recibí de mi padre.
El Turco fue objeto de muchos esfuerzos cariñosos de mi parte, de mis hermanos y amigos, pues tratamos de ensenarlo desde cachorro a alzar la pata y recargarla en los postes o los arboles a la hora de orinar, y así poder ayudarlo a ser un perro macho “normal”, sin traumas y para evitarle vergüenzas y burlas futuras entre los de su especie por ser en ese sentido diferente. Nunca cedió a nuestros empeños y murió sin modificar en nada su conducta. Cuanta definición de carácter y personalidad hay en su ejemplo.
En ese sueño también me mire ya más crecidito. Inevitables calores de tormentas hormonales casi olvidadas me asaltaban. Una mujer desnuda me incendiaba, camine hacia ella ¿Quien era?, mi apreciada amada, reviví todas las noches en que navegue su mar adentro, su maravillosa humedad, su cuerpo perfecto, cálido, hecho solo para mí. Vi el deseo de otra manera, no era posible percibirlo maliciosa y pecaminosamente como en la etapa de la adolescencia, porque no lo es, me dije y confirme en silencio, y pensé con ironía picaresca y tristeza cruel por mi acido juicio y por la nostalgia enorme de los hechos.
Tras esta experiencia, yo quiero evocar por ultimo a Amado Nervo y a uno de sus poemas memorables para rubricar mi relato; para decirles que mi mente fue capaz de regalarme en un sueno, a modo de una sinopsis muy agradable, a todas las personas que he querido entrañablemente y las cosas buenas que he experimentado a lo largo de tantos años y por ello reitero con honestidad, que en la espera de mi muerte, estoy como el bardo, en franca paz con la vida.