Por Iván Escoto Mora*
Leopoldo Zea (1912-2004), mexicano, filósofo, latinoamericanista, hombre sensible a la identidad regional. Fue un defensor férreo de la unidad en lo múltiple, de la esencia humana, de la independencia cultural de los pueblos y del indisoluble vínculo que los enlaza. Su pensamiento abreva de un universo insondable. Al igual que Simón Bolívar o José Martí, Zea es un buscador incansable de la igualdad y la libertad, está convencido de que todos los hombres son semejantes entre sí. En su obra desenmascara al poder colonial que con sus categorías dominantes pretende estratificar a los seres humanos en hombres y sub-hombres.
En su ensayo “La filosofía occidental tropieza con el hombre”, publicado por la editorial Siglo XXI, sostiene Zea que el ser humano se ha afanado por distinguir para justificar la explotación. El hombre clasifica para controlar, para establecer el orden fundador de la política antropófaga que vuelve al ser humano su propio depredador. La esclavitud, el colonialismo, los campos de concentración, el genocidio y todas las formas de cosificación de la vida, surgen de la división entre “hombres” y “sub-hombres”, con la consecuente escisión social que por un lado ubica a los explotados y por otro, a los explotadores quienes impunemente se atribuyen la exclusividad de todos los derechos que la “humanidad” concede.
La deshumanización del hombre proviene del sentimiento de “ajenidad” entre los hombres, es decir, de la falta de identidad entre los miembros de una misma especie que, a pesar de su igualdad, se perciben como entes irreconciliablemente distintos, unos, llamados a dominar, otros, condenados a extinguirse en la obediencia.
Leopoldo Zea critica la posición del hombre “occidental” que defiende los derechos humanos al tiempo que pisotea los derechos humanos; lucha por la libertad destruyendo la libertad; aclama la vida sembrando la muerte. De ese modo ambiguo los autonombrados “humanos por excelencia”, los “occidentales”, han tomado cuanto han querido de los “no-occidentales”, reduciendo su ser al de un objeto instrumental.
La conciencia de clase entre el llamado bloque “occidental” es una conciencia de exterminio. Señala Zea: “Era ante esta conciencia que sobre sí mismo tenía el francés, el europeo, el occidental, ante la que los otros, los no franceses, los no occidentales, tenían que justificar su humanidad… Eran los otros quienes tenían que explicar por qué mala suerte o culpa no eran completamente hombres”.
El “hombre occidental” se asume como “El hombre por excelencia”, “ejemplo de civilidad”, “modernidad” y “razón”; este “súper-hombre” está convencido de su posición como Rector, gran Maestro, Libertador, Juez y Policía del mundo. Frente a su pretendida perfección, lo otro, lo “no occidental”, es ejemplo de barbarie.
La identificación de lo “no-occidental” coloca al hombre en la categoría de interdicto, incapaz necesitado de tutela. Por tal motivo, el hombre occidental decide cuál es el modelo de vida que más le conviene a sus pupilos, cuál es el rol que deben cumplir, cuál es el formato aceptable de sus relaciones y todo lo que salga del rasero regulador, es extirpado, mutilado, perseguido como a un cáncer intolerable.
El occidental erigido en funciones directivas interviene para corregir, destruye para modelar, impone bajo su bota implacable una visión igualadora, terminante y excluyente. Hace cuarenta años Zea reflexionaba: “En nombre de la democracia se justifican golpes de Estado que anulan gobiernos resultado de la voluntad popular; en nombre de la libertad se encarcela a individuos que al utilizarla contradicen un orden establecido”. Hoy no podemos decir que el mundo ha cambiado demasiado.
Sin embargo, a pesar de la soberbia, el súper ego del hombre occidental también es susceptible de reflexionar y reencontrarse con su lado humano. Afirma Zea que, luego de la Segunda Guerra mundial, el hombre occidental tuvo ocasión de advertir su oscuridad más vergonzosa. En medio del desgarro, el “hombre por excelencia” se da cuenta que en realidad es el “anti-hombre”, destructor de lo humano, generador de la muerte.
En su miseria pretendidamente civilizada, el occidental tropieza con el hombre, con el otro, el no occidental, ese que por siglos fue considerado irracional e inhumano pero que, al final, no es sino ejemplo de humanismo, después de todo, ninguna gran masacre le puede ser atribuida, la industrialización de la muerte no fue su invención sino la del racionalismo de occidente.
Luego del reencuentro viene la reversión. El hombre reconoce al hombre y recupera su humanidad, se “descolonializa” de su sed de dominio pero no por mucho tiempo. Frente a la desgracia llega la sensatez aunque parcial y evanescente. Leopoldo Zea apunta:
“No basta reconocer que existen hombres que son semejantes del hombre occidental sino, además, es menester actuar para que este hombre participe de los privilegios a que tiene derecho todo hombre por el hecho de ser hombre”.
Junto con Zea podríamos subrayar la urgencia filosófica de hacer algo más que construir definiciones, categorías y justificaciones para el hombre. Tendríamos que pensar cómo hacer para que el hombre ejerza plenamente su humanidad. Es necesario hacer de la filosofía una praxis y modificar el rumbo de una espiral histórica que no deja de reproducir la dinámica del sádico explotador y el masoquista explotado, tendríamos que extirpar de la conciencia humana el sentimiento dominación. ¿Será esto posible?
*Abogado y filósofo/UNAM.