Por Juan Diego González*
Las luchas eran pasión en la niñez. No me perdía las funciones de los sábados en la televisión ni tampoco las películas de mi héroe, Santo el Enmascarado de Plata. En el recreo terminaba todo revolcado por andarle haciendo al luchador. Ahora de grande, la leyenda plateada sigue en un rincón muy especial de mi corazón, por eso le dedico una serie de cuentos, en los cuales obviamente es el personaje principal. Por lo pronto van estos dos que escribí en Nogales, Arizona.
1.- Coliseo
De rodillas, el Santo reza ante una imagen de la Virgencita, se persigna y pide su capa. Sale hacia el pasillo que conduce al cuadrilátero de la Arena Coliseo y es recibido con un fervoroso coro: “Santo, Santo, Santo…” entonces un desconocido grita “¡Santo, chinga tu madre!”. El Santo, molesto y ofendido, voltea para buscar al anónimo bocón. Su mirada recorre las gradas: vendedores de cerveza y refrescos, niños brincando exaltados, borrachos exigiendo orden, mujeres guapas, otras desarregladas y varias gorditas provocativas… una aguja en un pajar…
Hasta que uno de tantos, baja la cabeza como escondiendo la culpa y el miedo. El Santo brinca entre la multitud y su magnífica capa, movida por el aire, parecía cubrir de plata el Coliseo. El bocón, ahora cobarde, intenta escabullirse pero el Santo cayó del cielo sobre su endeble humanidad. ¡Pum, pam, pom, chin, y más pum! La gente gritaba: “¡Dale Santo, dale Santo, dale Santo…!” y el máximo gladiador mexicano alzaba las manos para pedir anuencia y la masa coreaba: “¡Dale Santo, dale Santo…!”
El Comisionado de Box y Lucha, a lo lejos alzó el puño cerrado con el pulgar arriba. A esta señal, el Coliseo guardó reverencial y absoluto silencio… sólo un instante se escucharon los ratones caminar en la oscuridad. Cuando el pulgar cambió inmisericorde y lentamente de posición, hacia abajo, el griterío y los aplausos hicieron temblar el edificio. El Santo sujetó de la corbata al muy maltrecho desconocido para decirle. “¡Mira, cabrón!, nomás porque estoy jurado con la Virgencita de no maltratar a nadie fuera del ring, te daba tu merecido por hocicón”. El gladiador enmascarado lo soltó y se persigno con las cuatro cruces. El público empezó de nuevo la aclamación, primero como un susurro para ascender poco a poco de volumen, hasta convertirse en una proclama de victoria: “¡Santo, Santo, Santo, Santo, Santo…!”
2.- Copias
La fonda del Chino, aledaña al Zócalo capitalino, era visitada regularmente por Santo, el enmascarado de Plata, para disfrutar unos deliciosos chilaquiles rojos. Al entrar, el Santo intentó platicar con el dueño pero éste no le contestaba nada y los ojos rasgados del Chino se hacían enormes y redondos. El Santo atina voltear hacia su mesa favorita, motivo de la cara sorprendida del fondero… y no era para menos, otro enmascarado de Plata se dispone a disfrutar de tremenda orden de chilaquiles rojos y humeantes. Los dos luchadores plateados, notablemente azorados, no reaccionaron en segundos, hasta que el Santo de los chilaquiles se levanta y escapa por la puerta trasera de la fonda. El Santo, con más calma, decide tomar su lugar frente al despreciado plato de chilaquiles rojos y el Chino, todavía inquieto le pone otros cubiertos y sirve un refresco. “Hay muchas copias mías –dice el Santo- lo hacen para engañar a la gente”. En ese momento, otro Santo entra a la fonda y alude al dueño: “Oye Chino, figúrate que acabo de ver otro enmascarado de Plata corriendo como si lo persiguiera un fantasma…” y se interrumpió. Su mirada se encontró con la mirada del otro Santo o su doble o copia (como sea). Los dos encapuchados se hicieron trizas con las miradas y sin esperar invitación, de los deseos pasaron a las manos. Se trenzaron en una lucha mortal. Algunos parroquianos huyeron sin pagar la cuenta, una señora (clásico) se desmayó y otros cruzaron apuestas. El Chino, cuya piel pasaba del amarrillo pálido al rojo chilaquil y al morado intenso, como buen réferi retirado, intentaba detenerlos: “¡Golpes bajos no, golpes bajos estal ploibidos”. Cuando ambos enmascarados estaban a punto de rajarse leña con sendas sillas, se detuvieron al sentirse observados de manera intensa y extraña. Desde la banqueta, a través del ventanal de la fonda, otro Santo mantenía sus ojos fijos en ellos…
“¡Nooooooo!” gritó el Santo y se incorporó de la cama. Tocó su rostro sin máscara y corrió al baño, encendió la luz y vio su cara en el espejo. Se tocó la nariz, las mejillas, la barbilla y se repetía “soy yo, soy yo…” Regresó más relajado a la cama, sacó su máscara oculta debajo de la almohada para cerciorarse que aún estaba ahí. Se recostó en un intento por dormir de nuevo y juró no volver a cenar chilaquiles rojos.
*Escritor y Docente de Ciudad Obregón, Sonora.
muchas gracias por recordarnos las andanzas de el Santo.