Por Faustino López Osuna*
Hace 25 años, en 1987, murió el extraordinario compositor Chava Flores. Prolífico autor de innumerables éxitos radiofónicos de las décadas de los años 40 y 50 del siglo veinte, su inspiración lo llevó a “retratar” la vida citadina de las vecindades del Distrito Federal, verdaderos laboratorios creadores de personajes como “Palillo”y “Cantinflas” o un Ratón Macías que todo se lo debía a la virgencita de Guadalupe, quienes, a su vez, encarnaban al pueblo irredento, respetuoso de la Catrina de Guadalupe Posadas, lo mismo que al peladito o al raterillo, irrespetuosos del catrín, como lo muestra magistralmente Diego Rivera en “Un domingo en la Alameda”, dignos de estudios sociológicos, sicológicos o antropológicos más de allá de Oscar Lewis y de la universalizada pluma de Octavio Paz, entre otros.
Tiempos, aquellos, en que Pedro Infante, con la más versátil de las voces del disco, hacía cantar a México “cuando la luna se pone regrandota como una pelotota y alumbra el callejón”, del Gato Viudo, igual que la argentina Rosita Quintana con “Cerró sus ojitos Cleto”, de Chava Flores. Tiempos que lanzaron desde entonces la bola de la nostalgia y nos cae, ahora, un cuarto de siglo después.
A grandes trazos, diremos que Chava Flores, por la temática de sus canciones, fue encasillado por la industria discográfica. Y, como la inmensa mayoría de autores que no viven de su arte, también fue y sigue siendo explotado aún después de su muerte, por las más voraces editoras de música extranjeras, mexicanas y de coinversión, que para el caso es lo mismo, cuyos contratos establecen que obtendrán el 50 por ciento neto de la explotación de las obras ¡por cien años! Si a esto agregamos que dichas editoras normalmente son propiedad de las propias casas disqueras y entre ellas mismas se hacen cuentas del número de discos vendidos, la situación adquiere relieves de ultraexplotación delictiva. Para quienes dudan de algo así, aunque son otros tiempos, deben saber que tanto el austroalemán Mozart como el mexicano del famosísimo vals Sobre las Olas, Juventino Rosas, fueron sepultados en la fosa común. No tuvieron ni para cuatro tablas de pino para que los enterraran decentemente.
Regresando a Chava Flores, diré que tuve trato directo con él en dos ocasiones. La primera, en 1969, fue cuando se me apoyó amistosamente con empleo, en la Dirección de Acción Social y Cultural del Departamento del Distrito Federal, cuando estuvo a cargo del licenciado Jesús Salazar Toledano y, en la secretaría particular, el entonces joven licenciado Graco Ramírez, recientemente electo gobernador del estado de Morelos. Mi trabajo, como promotor cultural, consistía en programar ciclos de poesía para que, dominicalmente, fuera dicha en voz alta por actores de cine y televisión, en un bellísimo rincón del bosque de Chapultepec. Esporádicamente, auxiliaba a Julia Sabido, en la programación de actividades culturales en el Museo de la Ciudad de México.
Cierta vez que no hubo motociclista que llevara invitación personalizada y material a Chava Flores, me tocó a mí hacerlo. Me dieron el domicilio de su trabajo, que estaba muy cerca, en un edificio antiguo, ya no recuerdo si de la secretaría de Hacienda, sobre la calle 5 de Mayo, a tres cuadras del Zócalo, a donde llegué a pie. Subí al primer piso, con andadores inmensos, preguntando por el autor de “A qué le tiras cuando sueñas, mexicano” y lo encontré perdido en un escritorio metálico descolorido, a la usanza de la antigua burocracia, arrumbado entre pilas y pilas de archiveros alineados de ambos lados del pasillo en penumbra. Con visera y protecciones de plástico en los puños, como los personajes de la Familia Burrón, me atendió amablemente. Le hice entrega del sobre manila que le llevaba y me despedí, preguntándome a mi regreso, cómo era posible que un compositor tan popular en toda la República, tuviera necesidad de un empleo tan humilde para subsanar las necesidades familiares.
La segunda vez que lo vi, fue, uno o dos años después, en una Peña muy famosa por el rumbo de Ciudad Satélite, ceo que “El sapo cancionero”, en la época del éxodo de folkloristas latinoamericano a nuestro país. Ahí se presentaba Chava Flores cantando sus canciones, junto con El Pichi, quien fuera pareja cinematográfica con Chachita en las películas, precisamente, de Pedro Infante. No lo importuné abordándolo. Solamente lo disfruté desde una de las mesas del café al que fui invitado.
Al evocarlo ahora, recuerdo que esa vez Chava Flores cantó, entre otras de sus originales canciones, “Sábado, Distrito Federal”. Ojalá algún día su música se vuelva a poner de moda.
*Economista y compositor.