Por Alfonso Inzunza Montoya*
Cuando recuerdo mi infancia, me regreso al medio rural en el que crecí. Era un tiempo donde los adelantos tecnológicos no eran tantos y los satisfactores brillaban por su ausencia.
Nos desarrollamos en un ambiente rustico pero plagado de buenas costumbres, desde el respeto a los mayores, hasta el comer bien sentado, con las piernas juntas y la espalda erguida, con la boca cerrada y utilizando todos los cubiertos. En la escuela, dentro del salón de clases, estábamos siempre prestos a ponernos de pie al llegar un adulto, a cantar el himno nacional y rendirle honores a la bandera, muy derechos, con los talones juntos y las puntas de los pies separadas quince centímetros, con el pecho levantado y la frente en alto, haciendo el saludo con los dedos juntos y el brazo en forma horizontal en un ángulo de cuarenta y cinco grados. De la misma forma como nos inculcaron estos valores, también nos enseñaron a tenerle amor a la Patria y a reconocer a nuestros héroes. Hermosas enseñanzas ni duda cabe.
Después de este breviario cultural, les platicaré cuales eran nuestros juegos.
Al igual que en sus años de infancia, los juegos tenían su temporada. Las canicas y el trompo, el balero y el yoyo, los carritos y la pelota, el béisbol y la patada –fútbol-, las bañadas en el arroyo y las escondidas, el tirador – resortera- y la jineteada. De esta última quiero comentarles.
Cuando llegue a Rosamorada, ya en la casa de los abuelos no había vacas, caballos y mulas como cuando vivían ellos, únicamente gallinas, gansos, guajolotes y puercos. Teníamos eso sí, un hermoso patio con muchos árboles, éstos eran mangos, ciruelos, anonas, mandarina, limones, además de un jardín muy bien surtido con diferentes flores y ambos muy limpios siempre.
Les decía, no teníamos ganado en casa, y en esas condiciones estaba en desventaja con mis amigos, ya que ellos, se ufanaban de poder ayudar a la ordeña diaria, sacar los becerros de un corral especial para llevarlos a donde estaba la vaca la cual previamente le habían atado las patas traseras con una pequeña soga la que le llamábamos pial y que teníamos (dijo la mosca) que amarrar muy bien la cola porque si no a la ordeñadora que era regularmente mujer le azotaba en la cara después de haber hecho el animal sus necesidades, ya se imaginaran como se ponía ella y la pela que le daban al becerrero ya fuera ella o su papá; se le acercaba el becerro para que le mamara a la vaca y eso le decíamos mamantearla; luego detener la olla para que la ordeñadora le sacara la leche, después llevar el ganado al cerco (campo o parcela) a comer, traerlo para que tomara agua, etc… Lo más presumible era lo etcétera, que tenía muchas cosas; la jineteada de becerros, el manejo de la reata, lazar, montar a pelo y tantas cosas que me daba mucha envidia pues yo no sabía hacerlo, además la tirada de las basuras que era mi obligación, no estaba para ser presuntuoso, comparado con todo lo que ellos realizaban.
Cómo siempre fui temerario, quería ser jinete no haciendo caso a los consejos e indicaciones de mi madre Elena, que cada vez que yo tocaba el tema a la hora de comer, me señalaba, ¡no andes jineteando, te vas a quebrar un brazo, te puede patear el animal y vas a quedar surimbo (tonto o inocente) o de perdida tuerto, nada mas que te vea y a cintarazos te voy a traer hasta la casa! Como di guerra. Me tenía que andar campeando (buscando), como decía ella, para todo, para comer, para hacer un mandado, para lo que fuera, y eso, era todos los días, yo, terco, quería imitar al Águila Negra.
Un buen día, el padre Villegas estaba oficiando y le digo que no hay vino de consagrar, entonces, me mandó a la casa por el, ya que no lo dejaba en la sacristía, debido a que Nacho, el sacristán, se lo tomaba.
Al salir otros niños y yo, agarramos un burro –no es alusión- chiquito, mechudo y por supuesto que muy bronco, ¡a jinetearlo se ha dicho! ¿Quién primero?, YO, YO, fue mi insistencia, aprovechando que los sermones los hacía más largos que la cuaresma, y, ¡del dicho, al hecho!, a montarlo.
Me levanto la sotana, lo detiene Chuy el peluquero, me ayuda a subir Cuco bocón, al soltarlo, Nato le jala los chivitos y con voz muy aflautada le grita, ¡aaa correeer!
Sale por supuesto disparado, a los tres metros que empieza a reparar, y yo, agarrado hasta con los dientes, el burro, corre y repara, corre y repara.
Para mi mala suerte, en el momento que pasaba por la casa, sale mi madre, volteo a verla, y con la pura mirada, entiendo que desobedecí, y ella, muy asustada de ver a su muchachito dando ese espectáculo.
Iba en el aire cuando se escucho un grito, ¡¡¡PONCHIIIIN!!! y yo, queriendo echarme una maroma para caer parado y salir corriendo al llamado, lo cual no se pudo, estaba en el suelo. La realidad es que no tenía lucha.
Ahora entiendo -¡menos mal que fue muy luego!-, me descuidé, y en lugar de lucirme como jinete, lo que era mi intención, en el siguiente reparo del tocayo, allá caí, cuan corto era.
Toda mi pequeña humanidad fue a parar en unos escombros de una barda que se estaban reparando en la escuela. Me raspé todo el codo y rompí el pantalón de la rodilla, y eso que allí ya traía un buen parche de refuerzo tapando otra rotura que le había hecho.
Me levantó el Bolichas (mi hermano querido) todo lleno de tierra, con la sangre chorreando la cota, pues como les dije venía del templo. Me lleva agarrado del brazo hasta donde estaba mi madre. Ella me agarra de la oreja –me estoy acordando que ni las gracias le dio a mi primo por la ayuda-, a pasos largos me metió a la casa, respiró profundo y me dijo, ¡que no vas a entender que lo que te digo es por tu bien!, y ya tenía los ojos llenos de agua, agarra el cinto que estaba colgado atrás de la puerta, me da mi zumba, me entregan el vino y me regreso con el padre.
Al pasar por donde estaba la bola, me hago tontito, pero ellos, me empiezan a hacer burla, y como iba a misa, únicamente les echo de la madre y corro.
*Constructor.