Nacional

EL COCAS

Por domingo 22 de julio de 2012 Sin Comentarios

Por Miguel Ángel Avilés Castro*

Que nadie venga a decir que su familia no le hizo la lucha para que el Cocas fuera un hombre de bien. Pero el Cocas pasó por la escuela como un remolino y se encaramó en los árboles con su risa, y jugó a los alfileres con su risa y correteó la sombra de unos pájaros con su risa.

El Cocas se distinguió por su estatura, los pelos de cepillo y unos ojos que iban y volvían de la nada. Más grande que todos, lo vimos formarse en la cola con una mochila en su espalda y una dentadura más pesada que sus botines de charol.

El Aníbal codeó al Tony, y el Tony codeó al Mola, y el Mola codeó al Edras, y todos volteamos a ver al Cocas con ojos de gracia y en el aire se tejió un veredicto y supimos entonces que ese año sería diferente.

Como hijo mayor, el Cocas pertenecía a una familia de apellido sonante que siempre contó con la reverencia del director de la escuela. Por eso no les dijeron nada cuando sus padres llegaron abriéndose paso en la cola para inscribir a sus dos hijos menores.

En la lista aparecía a lo último, seguidito de su hermano el César, pero en el salón llegó a ocupar el primer mesabanco al lado de la Irma, una diminuta niña que le decíamos “la oso” y a quien todos los días, con sus trenzas largas enrolladas en las orejas, la mirábamos bajar tempranito de la caja de un dompe conducido por su papá.

La profre Egriselda dispuso las reglas de nuestro primer año de clase y echó andar su curso, y se acomodó el jorongo con una cabeza de caballo tejida en cada seno y anotó los primeros ahorros en las carteritas oscuras que vendía don Guillermo, y le ordenó al Cocas: “Siéntate”, y le repitió más recio y le volvió a decir y fue hacia él y le enderezó la frente como si cerrara la llave de un tanque de gas y el Cocas gravitó sus ojos por todo el salón y las retinas se encaramaron en los árboles y jugaron a los alfileres y corretearon la sombra de los pájaros.

No hubo desde entonces sosiego para la profe, ni aburrimiento para el grupo, ni entendedera para el Cocas. Una vez el Varo le tuvo que sacar la paleta del gaznate al Cocas cuando vio que se la estaba comiendo con todo y papel. La Irma se asustó, hizo pucheros, empuñó su lápiz con su mano de mandril y reculó hasta el fondo del salón desplegándose en actitud de combate mientras al Cocas le bajaba el temperamento y se pasaba sin más remedio los residuos de papel con un jugo de tang que le había ido a traer el Tipy a la cooperativa de la escuela.

La profe dijo: “Ya es hora del recreo”, y salió rumbo a la dirección con una mano entremetida en su cabello de sioux, y todos salimos corriendo del salón como arañas recién salidas del vientre materno. El Molas dijo: “Soy Miguel Marín”, y nadie le quitó la idea y el Chuy se barría estrepitoso en la vil tierra con la pierna fuerte como Sánchez Galindo y le disputaba un balón al Aníbal y el Cocas pateaba los botes de leche del clavel con sus botines de charol y qué va a decir su familia cuando venga por su criatura y el Director sugirió: “Déjenlo que juegue” y nosotros jugamos con él y así todo el tiempo y volvimos del recreo y la profe Egriselda pasó al Cocas al pizarrón y le pidió: “Escribe tu nombre”. El Cocas no la oyó y, si la oyó, le dio igual y la profe insistía y el Cocas remarcaba un signo de más como haciendo una cruz y garabateaba metido en su propio código, y la profe no se rendía y le solicitaba una letra cualquiera y el Cocas como que intentaba un tres y se ponía firmes y andaba como conscripto por todo lo largo del pizarrón y el Aníbal se tiraba de la risa en el pupitre y hacía eco en el Edras y en el Marcos y en el Varo y en el Waldo y en la Lety y en la Irma y en el Pepe Piñuelas y en el Martín Armijo y el Cocas le entregaba el gis a la profe y se chupaba los dedos y la campana se oía y nos vemos hasta el lunes y las planas infinitas de tarea y otra vez de regreso antes de las ocho de la mañana.

El Cocas, eso sí, destacó en la puntualidad. Lo aventaban desde un carro de modelo reciente junto con su hermano y, con los botines impecables y sus ojos desafiando a los cuatro puntos cardinales, se quedaba en una ventana de la Dirección y ahí se entretenía mordiendo las persianas de vidrio en espera de que comenzaran los honores a la bandera o el nombre que él le haya puesto al amontonadero de chamacos en torno a una música casi inaudible y el ondear de un trapo que, a través de un palo, se lo atravesaba en la ingle su compañero de salón.

La conmoción, desafío imperdonable para las normas del plantel, fue la que causó el Cocas cuando:… mexicanos al grito de guerra, el acero aprestad y el bridón y retiemble en sus centros la tierra al sonoro rugir del cañón… y todos de caqui y blanco y gotas de chile en la bolsa de la camisa, honrábamos a los próceres mediante una matraca de voces con escalas infinitas y notas que nunca más se volvieron a ver en el pentagrama.

Movíamos la boca como muñecos de ventrílocuo y erguíamos el pecho en honor de no sé qué héroe y una patria de carritos tonka y trompos de guayabo y muñecas descabezadas y el Director conducía las entonaciones con una voz traposa y a la carrera como un tropel de búfalos, como una lluvia interminable en techo de lámina y decía vamos, más fuerte, y sumabas estrofas al himno y Nunó extrañado se asomaba por sus lentes y Bocanegra se tallaba los oídos con un cotonete y en el patio de cemento el Ariel nos participaba el color de los calzones de la Brenda que ya prometía futuro y el disco de vinil giraba infinito:…piensa, ¡oh patria querida! que el cielo un soldado en cada hijo te dio… y a la patria también le habían dado al Cocas como otro hijo más y la maestra ponía en juicio al Leonel que le agarraba las nalgas al Marcos y de pronto un galope y unas manos azotando en las bolsas del pantalón y el Cocas en desenfreno ecuestre ya rodeaba a todos los de la fila montando en su caballo invisible y corría desbocado y relinchaba frente al director que le tiraba agarrones para amansarlo y exhalaba en sus aras su aliento y por fin lo agarró del pescuezo y lo llevó de las polacas hasta la fila y le soltó el aquítequedas y los honores continuaron y todos estoicos llevamos la mano al corazón y la bandera pasó majestuosa, y el Aníbal dijo: “¡Meh El Cocas!”, y apuntó y todos volteamos y ahí estaba de nuevo, tirado en el piso con las manos en la nuca viendo el cielo, plácido, agraviando a los símbolos patrios y disfrutando de su risa con una candidez envidiable.

La familia del Cocas dejó pasar el tiempo y apeló a un milagro. El Director, por su parte, resistió lo más que pudo. Les platicó la acostada del Cocas en plenos honores a la bandera y dijeron: “Ay, mira, qué lindo”, y salieron de la escuela, convencidos de que el Cocas un buen día terminaría por integrarse al resto del grupo.

Los siguientes meses sólo fomentaron ilusiones. El Cocas siguió trazando sus códices en el centro del pizarrón. La profe le apostó a una posible agudeza visual y, como último intento, lo ubicó al frente en los primeros mesabancos, pero pronto supo que por ahí no era cuando vio escurrir en su pantorrilla un escupitajo salido de la garganta del Cocas.

El Cocas se fue antes de que concluyera el año escolar. La profe le sobó sus pelos tiesos y lo subieron al asiento trasero de aquel carro de modelo reciente. Nunca volteó para atrás.

El Aníbal me cuenta que lo vio hace poco. Yo no le creo pero asegura que corría tras la sombra de unos pájaros.

*Abogado y escritor. La Paz Baja California Sur/Hermosillo.

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