Por Miguel Ángel Avilés Castro*
La Nony fue para nosotros una quimera. Un infinito placer fugaz.
La Nony energía como diosa desde su baño de cartón, allá en el fondo del patio de doña Leonor, y acá, nosotros, tras un arbusto de tabachín, le apostábamos al viento y a un milagro del altísimo para que la Nony nos concediera la gracia de verla tan siquiera una sola vez, una sola, así entera, blanca, oliendo a jabón Dove y presentando en sociedad sus bien acomodadas partes que, obstinados, perseguíamos desde hacía más de cuatro meses, desde hacía más de mil resuellos.
El sol nunca la disfrutó porque se iba cuando nosotros llegábamos en fila, haciendo apuestas, describiéndola en adelantada urgencia, en un ardor de vientre adolescentes, en un temblor de manos y vaivenes y puestos los ojos fijos en dirección al patio. Éramos impacientes y no nos resignábamos a que se quisiera primero ella, que se fuera desvistiendo para sí, que se tocara entera, que se quisiera entre suspiros, que volviera a verse tan crecida, tan ya mujer, y que con esa cadencia bajara por sus enancas ese chor color marfil untado, aferrado, como no lo hacíamos nosotros, a dos piernas gruesas, hechas a la perfección, moldeadas, firmes en un caminar al que nunca nos invitó, pero ahí íbamos, por la calle, ahí íbamos, frente al teléfono ahí íbamos, en las nubes ahí íbamos, rumbo a la escuela ahí íbamos, en los sueños, ¡qué sueños!, ahí íbamos.
La Nony se guarecía en el baño de cartón. Nosotros le cubríamos su admirable retaguardia. El poste de luz sobre nuestra cabeza nunca nos dijo nada, ni el baldío que colindaba con su casa nos dijo nada. Puntuales, tarde tras tarde ahí estábamos el Memo, el Milo y la levedad manceba, que acortaba una distancia y un deseo, y la Nony, por fin, corría la cortina y otra vez el desfile solitario y la Nony peregrina se envolvía en una toalla con estampados de animales e iniciaba su caminar descalza y sorteaba el tendedero de la ropa, los tambos de basura, un carro viejo, el lavadero, una hornilla, la cocina, la sala, su recámara, su recámara, su recámara.
La Nony, más crecidita que nosotros, nos hizo olvidar los raspones en las rodillas, y las palometas, y las perseguidas hasta la muerte con las canicas y el changay. La Nony abría la ventana, pero la toalla seguía donde mismo, el Memo una vez consiguió unos miralejos y pasaron de mano en mano y de disputa en disputa, el Memo decía de pronto que le estaba viendo sus nalgotas, él no soltaba el miralejos y volvía en sí y confesaba la inutilidad del aparato, y la Nony apagaba la luz y una silueta se parapetaba en una silla y de puntitas hurgaba en el ropero y por fin se decidía y los ondeaba frente a sí para observarlos, y ésos, un día, así al azar, eran los elegidos, pequeñitos, de seda, negros, de elástico fuerte, y se hacía la luz y el Memo arrebataba los miralejos que eran suyos y el arbusto perdía un brote, y el empujón llegaba, la toalla se mantenía en su sitio y venía la crema sobre su cara, el desodorante justo en el vértice que hablaba con sus senos, la sacudida del cabello, ella sobre el espejo, nosotros sobre ella.
Nada le vimos de más, todo fue lo suficiente. La Nony sólo permitió que recicláramos el aliento y el jadeo, pero nunca pudimos saber si con su amor se jugaba.
La Nony, como la estatua de nuestra pubertad, nunca dejó caer por completo esa toalla que enrollaba su cuerpo desde las axilas hasta su media pierna, casi el glúteo. La Nony, eso sí, fue la inspiración para el vaivén de los métodos manuales de más de cuatro. Más de una vez también la Nony fue la razón para suspender el juego a media calle y verla pasar con ese chor embarrado a su piel y ahí iba la Nony y airosa caminaba y todos con la vista y el encanto escoltábamos sus nalgas hasta la casa azul donde se perdía sola, vista, mil veces vista, eterna. La Nony fue para nosotros una quimera. Un exquisito placer fugaz.
*Abogado y escritor. La Paz Baja California Sur/Hermosillo.