Por Juan Cervera Sanchís*
La emoción religiosa de Miguel de Unamuno, consigue elevarse por sobre sí misma en trascendentes vuelos y luminosos cánticos sedientos de libertad y de amor.
Unamuno cree en el sacrificio que ilumina y pesa sobre la conciencia más profunda.
Está cierto de lo difícil que es alcanzar la auténtica libertad del alma, pues sobre ésta pesan todas las esclavitudes pasadas, presentes y futuras del mundo.
Advertimos que la salvación, para Unamuno, no es individual, sino colectiva.
Él nos ha dicho en palabras dirigidas al Supremos Hacedor:
“¡Mira, Señor, que mi alma jamás ha de ser libre mientras quede algo esclavo en el mundo que hiciste…!
No hay, pues, para Unamuno esperanza de libertad en tanto todas y cada una de las criaturas de Dios no sean por completo libres.
Esta idea nos parece enorme y nos da la medida de su intensa e inmensa religiosidad, de esa religiosidad que ve en todos los humanos a un solo y único ser humano, síntesis de la especie.
No hay libertad para nadie, manifiesta Unamuno, mientras exista un esclavo entre nosotros.
Es el afán más hermoso de justicia esta hermosísima idea de Miguel de Unamuno, que pide incluso a Dios que Él mismo se liberte de sí mismo.
El poeta que es Unamuno vive en constante oración, porque cree que la oración es medicina esencial para hacerse oír por Dios y emprender la senda hacia la libertad…que tanto y tanto anhela. Pero la libertad no es posible sin el sacrificio, piensa Unamuno, que subraya que no hay que temer al sacrificio ya que éste ilumina.
La vida, en cierto modo, es para Unamuno un sacrificio iluminado…hacia la libertad. En su poema “El Cristo de Velásquez” canta:
“Y a los lejos, perdido en las tinieblas, el germen de Atanasio contemplando/ la luminosa oscuridad y viendo/ creado al Creador, la acción paciente,/ la infinitud finita, y humanado/ Dios para hacernos dioses a los hombres.”
El sacrificio iluminado tiene un luminoso fin: el transformar a los hombres en dioses.
“Dioses sois”, se nos ha dicho, pero ahí hay un juego de claves y si entramos en ellas nos damos cuenta de que realmente se nos dijo:
“Dioses podréis ser. El humanado Dios se sacrifica en la persecución de ese elevado fin. El poeta nos clarifica desde la luminosa oscuridad” de su emotivo canto:
“Dios antes nos cegó para traernos/ como a Saulo, camino de Damasco,/ a morir a tus pies, y con tu muerte/ darnos la luz a cuya busca errábamos/ por las alturas del mortal saber.”
La muerte del Cristo, para Unamuno, significa luz. Tras este sacrificio se ha operado un gran cambio en la grey humana y: “Con tu muerte trajiste Dios al suelo/ y la luz verdadera has enterrado;/ con ella nos bañaste las entrañas;/ de tu sangre, que es luz, has hecho sangre/ de nuestras almas, dando vista al ciego.”
El sacrificio ha logrado hacer que los ciegos vean y la palabra se ha hecho real, esa palabra que “no muere”, que “nunca muere… porque no vive”, dado que esa palabra “omnipotente” “es la vida misma”. Y:
“La vida no vive…/ no vive…vivifica”
Vivificado por la palabra del Señor, Miguel de Unamuno vive con unción religiosa su existencia, esa existencia que espera cantar únicamente el amor, pues:
“No canta libertad más que el esclavo,/ el pobre esclavo;/el libre canta amor,/ ¡te canta a ti, Señor!”
La aspiración de toda alma religiosa, así la de Miguel de Unamuno, es, finalmente, no cantar a la libertad, tan amada, sino poseer la libertad y elevarse en cántico de amor.
Esta aspiración, empero, no es asunto fácil de lograr. Hay cargas sobre la vida humana y, tal vez, la mayor, no sea otra que la vida misma. Toda una paradoja.
Las almas religiosas, todas, sin excepción, están convencidas de que únicamente en el más allá será posible hallar lo buscado. Aunque no todas están llenas de fe hasta el punto de ignorar la duda. Algunas duda, pues es humano, muy humano, dudar. Unamuno, al fin humano, sufrió el navajazo de la duda y fue por ello que rogó al Señor de esta manera:
“Dios te conserve fría la cabeza,/ caliente el corazón, la mano larga,/ corta la lengua, el oído con adarga/ y los pies sin premura y sin pereza./ Cuando en la senda del vivir tropieza/ el hombre, del dolor bajo la carga,/ su propio peso es el que más le embarga/ para alzarse del suelo. La tristeza/ sacude, empero, que ella es el estrago/ más corruptor de nuestras pobres vidas,/ pues no es vivir, vivir bajo el amago./ No por tus obras tus tesoros midas,/ sino que el alma, de fe pura en pago,/ se levanta merced a sus caídas.”
Hay que sacudirse la tristeza, porque es la tristeza nuestro peor enemigo. Unamuno nos grita:
“¡Dios nos libre de los pesimistas!/ ¡Dios nos libre de los apocalípticos!/ ¡Dios nos libre de los tristes de profesión!”
El mundo está plagado de profesionales de la tristeza, de pregoneros de la derrota, pero aquellos que están convencidos del ubérrimo significado del sacrificio iluminado y creen se entregan confiados a la alegría aún en los instantes en que la angustia aparece amenazadora.
Miguel de Unamundo, no obstante sus horas de niebla y sus días heridos por el rayo de la duda, fue un fervoroso creyente, un apasionado cantor que creía que el canto era parte vívida de la Divinidad:
“El canto eres, sin fin y sin confines;/ eres, Señor, la soledad/ sonora,/ y del concierto que a los seres liga/ la epifanía. Cantan/ las esferas/ por tu cuerpo, que es arpa universal.”
En esta anunciación del último verso citado queda encerrada la confianza del hombre, que se sabe todos los hombres y, con todos los hombres, parte vivificante de Dios mismo. La más mínima duda se derrumba y todo canta desde el sacrificio iluminado su destino y, el poeta, en fin de cuentas, no es más que un hombre, un ser humano, “la voz del hombre”, simple y sencillamente. (Miguel de Unamuno, 1864-1936).
*Poeta y periodista andaluz.