Por Miguel Ángel Avilés*
I
Acorralado por el humo R prefirió salir antes de quedar asfixiado en esa vieja bodega que le había servido para burlar la persecución de los policías. Lagrimeando, con las manos en alto y sin camisa, avanzó hacia donde estaban las cuatro patrullas cuya luz de las torretas le pegaban de lleno en la cara, sintiéndose encandilado como una liebre en carretera a quien están a punto de tirar el mortal escopetazo. Era las dos de la mañana de ese sábado de gloria lleno de estrellas y borrachos.
II
En cuanto lo tuvieron a su alcance, lo tomaron de los cabellos y le dieron una descomunal patada en los testículos que hizo a R caer de rodillas en el montón de arena y grava que esta por fuera de la bodega. Fue arrastrado hasta la patrulla y se lo llevaron a la comandancia más cercana, la del sur, esa pegada al cerro. Un cerro seco y obscuro con una cruz en la parte más alta.
III
La comandancia del sur, como la de cualquier otro punto cardinal, deprime, huele mal. Los policías van de un lado para otro llevando y trayendo detenidos que le presentan al juez calificador. Las celdas se llenan. Se llena de borrachos y escandalosos, de morros y de maestros, de putas y amanecidos. Hasta ahí llega R. Manos atrás, esposado, pisa la barandilla y luego de un chequeo médico es depositado en esa celda, la que huele mal, como todas, como ellos. R es chacal y cabrón como el solo. Tiene un tatuaje en el cuello: un corazón atravesado por una flecha y en el medio una R y una M. en su lagrimar se ve una lágrima de tinta en verde. Las venas de sus antebrazos también están tatuadas. Pero de cicatrices. R se amontona con los demás detenidos. El piso está alfombrado con bachitas y zapatos. Huele tremendamente a patas.
IV
R se verbea a un morro mientras espera que la noche huya. Un viejo le necia al oído pidiéndole las tres. R accede sin voltear a verlo y se acomoda en su sentado de aguilita. Esta vez está seguro de que él no fue. Aunque eso si: corrió y corrió porque no había de otra. Corrió cuando vieron a los mulas haciendo sus redadas. Si, era una noche de estrellas y borrachos; sí, también era un sábado de gloria como la que alcanzaba ellos al disfrutar del alucín.
V
Era de mañana y el sol le ponía sabor a esa cruditas. Las cruditas que a todos laceraban al momento de quitarse lo encamorrado y lo entumecido. El olor a todo había aumentado. El número de detenidos también. R bostezaba recostado en la esquina de la celda. Dos, a su lado, roncaban como si rigiera un par de leones. Junto a sus pies, el viejo necio y pediche seguía bocabajo e inmóvil. Inmóvil, como se quedarían todos cuando, al rato, el llavero, le dijo que ese viejo estaba muerto. Sí, era de mañana tibia, como la piel del petateado.
VI
Es lunes de chamba y de noticias. Noticias que enferman de hepatitis a la nota roja. R aparecía en el recuadro con un ojo coagulado y esa cara de cabrón que no podía con ella. Apenas se distinguía allí en su cuello el corazón cruzado por la flecha y esas iniciales. Sus venas otra vez estaban cortadas, a decir del reportero, nomás para llamar la atención remataría en su nota el periodista.
VII
Sí, era un lunes de chamba y de noticias. De noticias como la de R, tan chacal y cabrón como él solito.
*Abogado y escritor. La Paz Baja California Sur/Hermosillo.