Por Iván Escoto Mora*
Quiero recuperar una anécdota que narra Gearges Politzer en su libro “Cursos de Filosofía” publicado por Ediciones de Cultura Popular. El maestro, seguidor de la corriente marxista del pensamiento filosófico, al estudiar las leyes de “La acción recíproca” y “La conexión universal”, propias de la Dialéctica, trae a cuenta la memoria de Joan Hinton, una de las pocas mujeres especialistas en física nuclear que participó en el Proyecto Manhattan, el cual culminó en la detonación de las bombas nucleares sobre los territorios de Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial.
El profesor Politzer recuerda que en octubre de 1952 fue celebrada “La conferencia de los Pueblos de Asia y del Pacífico por la paz”. En ella participó Hinton, quien en su oportunidad señaló:
“Yo he tocado con mis manos la bomba que fue lanzada sobre Nagasaki. Experimento vergüenza. ¿Cómo pude creer en la falsa filosofía de la ciencia por la ciencia? Esa filosofía es el veneno de la modernidad. Separar la ciencia de la vida social es un error. Pensábamos que como sabios debíamos dedicarnos a la ciencia pura y que el resto era obra de los ingenieros y los estadistas. Se necesitó del horror de Hiroshima y Nagasaki para sacarme de mi torre de marfil y darme cuenta que no existe tal cosa como la ciencia pura. La ciencia sólo tiene sentido si sirve a los intereses de la humanidad. Así que me dirijo a los científicos del mundo y les digo: ¡pensad lo que hacéis!”
La Dialéctica explica el mundo a través de sus relaciones múltiples, interconectadas y en perpetuo cambio. Todo está vinculado dentro de la existencia, todo en ella se encuentra inmerso en un estado de afectación recíproca.
El hombre quiere saber, necesita descubrir. Esta obsesión lo ha llevado a recorrer los siglos hasta nuestros días en una búsqueda que trae aparejada tantas exigencias como inesperadas consecuencias.
Aristóteles afirmó: “Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber”. Pero, ¿cuál es el sentido de semejante sentencia?
La curiosidad del hombre es natural, es incluso el motor la vida aunque también de la muerte.
Desde la tradición judeocristiana se afirma que el primer pecado fue la curiosidad, ella provocó la ira del Creador y el castigo eterno para la humanidad.
Antes de las ciencias los hombres trataron de explicar el mundo a través de historias fantásticas. Sócrates fue acusado de impiedad y condenado a beber cicuta por cuestionar los juicios de la tradición inserta en los mitos.
El hombre quiere explicarse y explicar lo que le rodea, así ha sido probablemente desde el principio de los tiempos. Tal deseo trae aparejada una daga mortal. Unos quieren descubrir y otros insisten en ocultar. Esta lucha no ha cobrado pocas víctimas. Hipatia de Alejandría, Giordano Bruno, Inés de la Cruz, Karel Svenk, son sólo algunos nombres de los muchos que han sido perseguidos por criticar los supuestos investidos con el velo de lo incuestionable.
La búsqueda del saber aún hoy es peligrosa, científicos ejecutados aparecen misteriosamente en Irán. Decenas de periodistas se suman en tristes listas que no hallan explicación ni sentido. En los rincones de la civilidad, la maquinaria del Estado se echa a andar furibunda contra quienes revelan los secretos del poder, ahí están los Manning y los Assange para dar cuenta de esa realidad en medio del escándalo de Wikileaks.
Pese a todo seguimos buscando un saber que, como afirma Inés de la Cruz en “Primero Sueño” nos permita despertar, pero ¿despertar a qué? Tal vez a una oscuridad sin retorno.
La Séptima Musa reconoce haber nacido, como todos lo hemos hecho, entre sombras. Así, igual que funestos obeliscos, tratamos de extender nuestra mirada al cielo, pretendemos alcanzar estrellas y con ellas, tal vez, la luz de un sol juicioso que regrese el orden al caos de nebulosas visiones. Buscamos ese brillo que reparta: “a las cosas visibles sus colores, restituyendo a los sentidos exteriores su operación, quedando a luz más cierta el Mundo”. Buscamos despertar junto a un mundo iluminado.
El saber no sólo construye, por desgracia, aquel que sirve para destruir encuentra fácilmente tierra fértil. Las guerras han inundado la modernidad de conocimientos ensangrentados.
Si todos los hombres tienen por naturaleza el deseo de saber, quizá tendríamos que preguntar qué haremos con eso que tan desesperadamente buscamos.
*Abogado y filósofo/UNAM.