Por Miguel Ángel Avilés Castro*
A la segunda pregunta que se tardó en contestar, recibió una cachetada.
Más grande de corazón que de estatura, El Pedrito encorvó su cuerpo y se llevó las manos a la cara; unas manchas de sangre quedaron embarradas en su dedo.
-¡Chillón!! Recriminó el agente y continuó preguntándole.
En un escritorio pesado y gris estaban las razones de la detención del Pedrito: un celular, una credencial de elector, un par de tenis, una cartera de hule con el escudo del América y una gorra que ya pedía a gritos una lavada eran los objetos materia del delito.
El Pedrito apuntó hacía la ventana. A poco rato trajeron a un señor entrado en años. El Pedrito y el viejo se vieron. La mirada del Pedrito explicaba todo y nada. En el viejo, dos brazos secos cayeron hasta la altura de las bolsas del pantalón e hizo una mueca como esperando lo que dispusiera Dios.
Todos los presentes se fueron a una oficina donde colgaba una foto del gobernador. Al fondo, encima de tres llantas usadas, descansaba el monitor de una computadora. En el escritorio un altero de expedientes servían de respaldo a una bolsa de sabritas. En el otro extremo, a una taza se le enfriaba su café, mientras, enfrente, una señora hojeaba, con displicencia, un catálogo del Avón. El Pedrito ocupó una silla a lado de la rudimentaria máquina de escribir. La dama metió la hoja tamaño oficio al rodillo y dio curso al golpeteo de las teclas. El ministerio público salió.
El Pedrito se limpiaba la nariz con su camisa, mientras proporcionaba todos sus datos: que sí, que no, que nació quien sabe donde, que le dicen como quieran, que designa para que lo defienda a…
La mujer esperó el nombre, el Pedrito calló, sus ojos bailaron. La Secretaria lo apuraba. Un joven de torzal al pecho, hoja de marihuana en la hebilla, siglas de la corporación a la vista intervino y le insistió con mayor fuerza. El Pedrito hizo una mueca y el viejo dio un paso al frente donde estaba el resto. El hombre adusto recién llegado dictó: “Que designa para que lo defienda en la presente diligencia al señor…y entre paréntesis (“su tata”). La secretaria se sobó la nuca, tomó un sorbo de café frío y tecleó. El hombre que dictaba agarró la bolsa de sabritas, se comió un puño vorazmente y siguió: “Entonces tú (se dirigía al Pedrito) y la escribiente anotaba, entonces así fue (el Pedrito no atinaba a responder) y la escribiente cumplía con su deber. Entonces tú (y el Pedrito sólo lo veía) y la escribiente anotaba: que reconozco lo de la cartera, el celular, la gorra, los tenis, la credencial de elector, el tesoro de Moctezuma, el cardenal Posadas, la muerte de Colosio, el mar muerto, las Torres Gemelas, su militancia en el EPR ( y la escribiente anotaba).
El Pedrito nomás asistía con la cabeza. Su tata (el que protestó el cargo conferido), permanecía recostado y en silencio en el marco de la puerta… El hombre lo ignoró y siguió dictando. “Que se le dio el uso de la voz a la defensa y dijo: que se reserva el derecho de interrogar a su defenso (dictó el joven osco y escribiría la secretaría.)
El joven interrumpió el dictado y tomó el teléfono: dijo que luego, que sí, que lo esperaran, que las fueran helando, que estaba por concluir la diligencia. A los minutos se fue.
La secretaría sacó las hojas y les separó el papel carbón. Se hizo de una pluma y se la dio al Pedrito. ¡Fírmale! exigió (y el Pedrito puso unas iniciales). Lo mismo le pidió al viejo (y el defensor puso la huella). Es todo, les dijo con voz fría. Tu aquí te quedas, ordenó al Pedrito. Allá lo va a poder ver en la Peni, le comunicó al viejo.
Agregó la hoja al expediente, le tiró el agarrón a las sabritas y, luego de un bostezo, se puso a buscar en el catálogo los mejores precios de los cosméticos para matar el tiempo hasta que en su reloj adelantado dieran las tres.
*Abogado y escritor. La Paz Baja California Sur/Hermosillo.