Los pilotes de madera que sostenían la casa, crujían… O tal vez sería más adecuado decir gemían… Mientras la tormenta parecía arreciar cada segundo, mi madre intentaba tranquilizarnos… Cada vez que había una tormenta así, la luz dejaba de funcionar y mi madre prendía candiles o velas para conseguir disminuir el nivel de nuestra angustia… Y la suya también… Contaba entonces mi madre con tan sólo veinte años de edad y ya con los tres primeros críos a mitad de la selva del sureste petrolero… Los tres hermanos que entonces ya existíamos, nos abrazábamos a ella con gran temor y por momentos, llorosos por el embate del ciclón en turno… Mi madre, casi niña aún, sacaba fuerza de su adolescencia para consolarnos y protegernos… Era fin de semana… Y los fines de semana, en aquella época y remoto lugar cuasi virgen, los maridos no estaban en casa jamás… Era día del “club social”, de dados, cerveza y la música desafinada de aquel trío que a todo orgullo predicaba ser el más contratado por los petroleros de aquel Nanchital de mis orígenes y que después de unos cuantos cartones y juegos de dados, se convertían en mejores que Los Panchos y cuantos tríos afamados de la época se mencionaran… Mi madre, aguantaba temores y soledades cada vez que eso sucedía… Tal vez porque las consejas de una mi abuela, eran en el tenor que se daban con todas las abuelas: “Tienes que aguantar… Es el papel de una madre y una esposa… Aguantar…” Y ella aguantaba, bebiéndose el llanto y el temor de adolescente… Tal vez aguantaba por ese amor infinito e incondicional que las madres tienen por sus críos en todas las especies… O tal vez, por amor a mi padre a quien había jurado ser fiel hasta que la muerte los separara… Jamás olvidaré ese rostro de mi madre abrazándonos, contando cuentos infantiles que disiparan nuestro miedo… Dejando escapar un grito que era acompañado inmediatamente después de la exclamación religiosa “¡Virgen del Carmen, protégenos!…” Yo observaba su rostro… ese rostro bello e impasible que siempre ha mostrado como una coraza protectora de sus temores de niña… Y así aprendí a conocer sus reacciones que eran imperceptibles para los demás… Aprendí a ver la tristeza en su rostro, o la angustia, o el infinito amor que siempre ha tenido para nosotros… Enferma si alguno de nosotros lo hace, es feliz si cualquiera de sus hijos tiene un logro… Y su cólera no puede ser mayor si alguien, quien sea, se atreve a atacar a sus niños… Porque siempre seremos críos, nunca creceremos para ella… Siempre estará presta a cobijarnos… Mi amor por el canto… ¿Dónde comenzó mi amor por el canto? Esa es una pregunta que muy comúnmente me hace la gente… Así que les diré, en este escrito que intenta ser un homenaje a mi madre, dónde y cómo se produjo en mí esa necesidad de expresar mis emociones por medio de la voz cantada… Volvamos a aquel ciclón del año 1954… Es uno de mis recuerdos más tempranos, pero no el más antiguo… En una ocasión, mientras estudiaba en el Instituto de Hipnosis Médica de México, como práctica, intentábamos varios compañeros médicos y yo, realizar lo que se conoce como regresiones… Debo aclarar que no se trata de regresiones como se entiende en algunas disciplicas digamos esotéricas a supuestas “otras vidas”, no. Se trata de regresiones por medio de la hipnosis o la relajación profunda, a etapas tempranas en la vida del sujeto en cuestión… Así, llegué a lo que se manifestó como mi más arcaico recuerdo…
—Estás a un nivel muy profundo de conciencia… Tus recuerdos serán cada vez más y más lejanos… Sentirás transportarte a tu adolescencia, tu pubertad, tu infancia… Cada vez más y más profundo…
—Miro hacia arriba… Debo estar acostado… No distingo bien qué veo…
—Intenta definir lo que ves… Más y más profundo…
—No puedo… Todo es borroso… Puedo escuchar…
—¿Qué escuchas…?
—Una voz… Es como… Como… Del cielo… Siento algo muy… Muy… No sé…
Y comenzó entonces una angustia que motivó que mi hipnoterapeuta en turno, interpretara como que había llegado el momento de regresar de donde fuere que me hubiese llevado en ese relajamiento profundísimo… Con el clásico “iré contando del cinco al uno, y cuando llegue al uno…” vino el despertar… Al momento de revisar el procedimiento de mi compañero, el doctor que en ese momento fungía como supervisor, le señaló que había tenido un error, no haber emitido la sugerencia del olvido de lo que había experimentado… Medio nebuloso el recuerdo, permanecía en mí… Así que lo comentamos…
—¿Cómo lo interpretas…?
—Pues no sé, pero lo primero que se me ocurre, para concordar con técnicas freudianas, es asociarlo con mi madre… Según yo, era ella la que me cantaba y yo la miraba hacia arriba… Desde mi cuna…
Pasó el tiempo… Un día, en esas charlas vespertinas mientras mi madre teje y yo pregunto, le comenté mi experiencia hipnótica en el Instituto… Su rostro, mostró un gesto conocidísimo, la sorpresa se complementó con la pregunta: ¿quién te dijo eso…? No, no me lo dijo nadie, yo lo recordé en una sesión de hipnósis… Con los ojos llorosos, mi madre me contó entonces que siempre que me ponía en mi cuna, tenía que cantarme mientras yo la miraba hasta que mis ojos se cerraran por el sueño… Así que esa es la motivación de mi canto, mi canto se origina en el amor de aquella voz del cielo que un día, llenara mi alma de emoción… Esa emoción con que hoy, quiero que mi escrito vaya a manera de homenaje a mi madre por medio de otra voz… La Voz del Norte… Felicidades en su día a todas las madres….
*Cantante, compositor y escritor.
Godoy, un muy merecido homenaje a Doña Carmita Alamilla de Bustillos. Sin duda alguna, toda la bonhomía de ustedes proviene de esta GRAN DAMA. Los que hemos contado con el inmenso privilegio de sentirnos queridos y arropados por ella, muchos de nosotros por más de medio siglo, conocemos la fortaleza y el gran amor que ha prodigado. Todo mi cariño y admiración para ella. Un beso para los Bustillos Alamilla, desde siempre. Los quiero.