Por José Arturo Castillo Ramirez*
El grupo de leales conducidos por el prócer don Miguel Hidalgo al divulgar el 16 de septiembre el alzamiento de nuestra independencia, dejó la mácula del glorioso camino que en medio de terribles pruebas y de estoicos sacrificios, debía inducir a la senda de tan anhelada autonomía y a la emancipación total de su libre derecho y justos sueños. Esta noticia circuló por muchas partes con notable celeridad, ya para el veinte de septiembre el Marqués de Aguayo don José María Echeverz de Valdivieso Vidal y Lorca, ponía en alerta a su administrador don Juan José Leal desde la ciudad de San Luis Potosí, instándolo a tomar providencias en su hacienda de San Isidro en Mazapil, respondiendo el aludido ser protagonista ocular del inicio de las hostilidades, y tener la dicha de platicar personalmente con Hidalgo horas antes de la insurrección en el pueblo de Dolores. En la capital del estado de Zacatecas, el intendente don Francisco Rendón convocó como primer paso reunir a comerciantes y vecinos, quienes pactaron encargarse ellos mismos de la seguridad del interior de la población, así como también se ocupaba de dictar ordenes a los subdelegados de los diferentes partidos y a los correspondientes regentes de las haciendas de labrantío, para que enviaran cuantos instrumentos de fuego y tropa les fuera posible, esto para poner en estado de defensa la ciudad y advirtiéndoles que cualquier gasto en ese sentido seria pagado por cuenta del erario público de la provincia de Zacatecas. Acción u ordenanza que nadie acató con obediencia, salvo la hacienda del Mezquite, Trujillo y Jerez, los demás restantes incluyendo al partido de Santa María de las Nieves y sus respectivas haciendas esquivaban con evasivas para no enviar el contingente requerido por asistirles mas la grandeza de ver un pueblo libre de yugos, cinchas que se habían vuelto tormentosas y que ya no eran verosímiles de acatar. La inusitada precipitación con que se proponían alejarse del drama de los hechos era tal, que el día 23 de septiembre fue a refugiarse una multitud de españoles huidizos a cinco leguas de la hacienda de Tetillas, al norte de Zacatecas. Santa Elena de Río Grande, cumpliendo en forma con esta acción, se alista en los improvisados pero valerosos azotes de la sublevación, ya sea porque sus sentimientos ya habían sido colmados o porque la necesidad de libertad es un sentimiento que todo ser humano lleva implícito en su dignidad; antes de finalizar el año de 1810 un patriota insurgente se incorporaba a la causa y hacía manifiesto su injerencia en el fin común del ideal, la independencia de trescientos años del colonialismo español. Acción o momento que hacia proclive para que los peninsulares encausaran medidas correctivas en su fallido intento de restablecer el aparente orden, por lo que el patriota de Santa Elena, fray Ignacio Jiménez es instado en su parroquia de la hacienda de Santa Rita de Casia por el provincial fray José Agustín de Vega donde le remite un agravio el 18 de octubre de 1810 ordenándole que no tomara parte en la “inicua, abominable y nunca vista insurrección que contra Dios, el Rey y la Nación ha promovido el perverso cura de Dolores”. A pesar de dicha orden, el franciscano no sólo se declaro abiertamente a favor de la “inicua causa”, sino que hasta se alisto bajo la bandera de Hidalgo, arengando la decisión tomada en todas las haciendas de labranza en la región y que estos a su vez fueran los heraldos de tales noticias con amigos y familiares que abrazaran las ideas libertarias. Ante esta situación, fray José Agustín convoca a una reunión para definir criterios u ordenanzas a seguir en tan álgidos momentos a principios de 1811, como resultado le escribe dos días después una carta a fray Ignacio. En dicha epístola le informa que todos los frailes que hayan tomado parte en la insurrección de Hidalgo y que hayan cooperado de algún modo en ella, admitiendo títulos o empleos de los insurgentes, o acompañándolos en calidad de capellanes, quedaban “privados para siempre de todos los oficios, honores, exenciones y privilegios que gozan por la religión, privados de decir misa si son sacerdotes, y de poder obtener empleo y recibir las sagradas órdenes si son coristas”.
Durante la corta permanencia de Hidalgo y Allende en Zacatecas, el ejército insurgente, se proveyó de recursos y de algunos pertrechos de guerra; ya unido al movimiento de independencia don Víctor Rosales suma patriotas zacatecanos al movimiento, siendo justo el punto de inclusión del insurgente, el capellán de la hacienda de Tetillas fray Ignacio Jiménez. Difícil y peligrosa era la situación del reducido y desmoralizado ejercito insurgente; por cuya circunstancia se tuvo por mas oportuno abandonar la ciudad de Zacatecas, para ir en demanda de auxilios en los Estados Unidos de Norteamérica. A este fin dispuso Allende la marcha, la cual tuvo lugar del 4 al 5 de febrero, habiendo dejado una pequeña guarnición en la ciudad, no con el objeto de conservarla, puesto que era imposible en tales circunstancias, sino mas bien para proteger la retirada del ejército. Vino a precipitar dicha retirada el temor de ser nuevamente derrotados por el general realista Calleja, puesto que de ningún modo podían presentarle batalla con tan poca y desorganizada tropa, como era la que habían podido reunir en Aguascalientes y Zacatecas. Estando fray Ignacio y los caudillos insurgentes ya situados en Saltillo en los primeros días del mes de marzo, resuelven dirigirse al norte del país, tomando precauciones como siempre, el patriota Allende deja cubierta la plaza de saltillo con una tropa. Recayendo dicho nombramiento en López Rayón.
Fray Ignacio y demás insurgentes que la historia ya conoce, salen de Saltillo el 17 de marzo con rumbo a Monclova y de ahí dirigirse al vecino país; pero al llegar al punto acreditado como Acatita de Baján, los sorprende la traición y la ignominia, haciendo prisioneros a los próceres de la independencia y junto con ellos también el franciscano local. Populares y conocidos como son ya los primordiales sucesos de esa teñida odisea que colmó de desconsuelo a los seguidores de la causa de independencia, no me detendré en reseñarlos en esta memoria fehaciente; pero si será preciso conocer el desarrollo e intervención del insurgente riograndense. Así como fray Ignacio y demás líderes eclesiásticos son capturados, también les ponen grillos a otros distinguidos ciudadanos zacatecanos que participaban en esta gesta heroica, acción que obliga para que el gobierno realista ordenara se les juzgara en la ciudad de Durango exclusivamente a clérigos y religiosos aprehendidos, solo con la excepción de don Miguel Hidalgo que se le trasladaría a la ciudad de Chihuahua. En acatamiento de esa disposición, los religiosos y civiles zacatecanos, son separados llevándose como prisioneros solo a los eclesiásticos a la ciudad de Durango en donde son internados en las prisiones conventuales de San Francisco, otorgándoles el gobierno la paupérrima suma de treinta y siete centavos diarios a cada uno para su sostén mientras eran juzgados y sentenciados. Una vez emplazados en la ergástula de Durango, se les formó proceso a cargo del juez y teniente letrado y asesor ordinario de la Intendencia Ángel Pinilla Pérez, resultando nuestros insurgentes fallados a ser pasados por las armas. Por lo que se hacia necesario gestionar la humillación o degradación de los sacerdotes para que se pudiese ejecutar en ellos la pena de muerte, pues el fallo dictado les fue notificado por el gobernador y comandante militar de Durango el brigadier Bernardo Bonavia y los condenaba a ser fusilados por la espalda como traidores al rey, a la patria y a la religión, ya que tales eran los quebrantamientos que se atribuían a los que en aquel tiempo favorecían con heroicidad a consumar la gloria y el anhelo en poseer una absoluta independencia. Sin embargo, para ejecutar esa sentencia, era necesario que primero se hiciese la ignominia o degradación de los eclesiásticos y religiosos, pero para aplicar esa acción se encontró resistencia por parte del obispo de Durango don Francisco Gabriel Olivares y Benito, quien al parecer se resistía a la presunta degradación, el obispo entonces contaba con ochenta y cuatro años de edad, conservaba toda su energía de carácter y, según algunas confidencias, trataba de favorecer a los reos, para lo cual, y por medio de la resistencia se asistía a estos en no conseguir que se accediese a su degradación. Finalmente, habiendo fallecido el Sr. Obispo Olivares y Benito el 26 de febrero de 1812, el gobernador Bonavia, a casi un año de la notificación y debido a la férrea oposición del obispo vuelve a conferirle al teniente coronel don Pedro María de Allende a que cause ejecución la sentencia; haciéndolos pasar por las armas por la espalda, sin que se les tirara a la cabeza y sin sus vestiduras eclesiásticas, que se les vistiera después, los condujera el mismo con toda su tropa al santuario de Guadalupe donde serian entregados al cura para que les diera sepultura, eso si, avisando su cabal e irrestricto cumplimiento y de forma personal por el aludido teniente coronel. Existe la tradición verbal en la ciudad de Durango que la agonía del prelado encerrado en su casa obispal fue también la de los clérigos, pues mientras estos, enclaustrados en las prisiones conventuales de San Francisco, esperaban el triste fin a que seguramente los llevaría el proceso que se les había seguido; el jerarca eclesiástico, víctima de sus enfermedades propias de su avanzada edad, por su resistencia a no degradarlos les prolongaba la vida, hasta que menguó la suya quedaron el zacatecano y demás religiosos sin este valioso apoyo. El 25 de junio de 1812, el virrey Venegas decreta una ley que suprimía la obligación de degradar a los sacerdotes antes de ser fusilados y en base a esa ley se terminó el juicio y se dictó sentencia de muerte contra aquellos religiosos.
Se encontró en el santuario de Guadalupe lugar donde supuestamente se entregarían los despojos de los inmolados durante las gestas heroicas un acta de sepelio como resultado de un proceso histórico de investigación, acta que definitivamente deja fijada la fecha de esa ejecución. Teniendo esta lugar la mañana del 17 de julio de 1812 en un punto llamado ahora “la cuesta de la Cruz”, no lejano de San Juan de Dios, próximo a la ciudad de Durango, en donde efectivamente una triste cruz, que es inequívoco fue la que le dio el nombre de la cuesta, y un cúmulo de guijarros apilados, marcan el lugar preciso de aquel infausto acontecimiento. Los cuerpos se entregaron al cura del santuario don José Manuel García, proporcionándoseles cementerio de donación y con vela en el presbiterio de la parroquia del curato, al día siguiente aplico una misa por sus almas el padre guardián del convento de San Francisco de la ciudad de Durango, fray Francisco de Sandoval. Lo anterior da idea de lo que la energía del gobierno del virreinato había atemorizado a los habitantes de Durango y su región, quienes, indudablemente, deben haber sufrido enorme expiación por la ejecución de aquel grupo tan respetable de religiosos, y más para una sociedad eminentemente católica en esa época. Como se aprecia, por esa acta queda perfectamente determinado que la ejecución de fray Ignacio Jiménez y fray Carlos Medina nativo de Guadalupe, Zac. Fue el día 17 de julio de 1812, pero también se atestigua que en esa fecha no fueron fusilados los clérigos Nicolás Nava, Francisco Olmedo, Antonio Belán, Antonio Ruiz y José María Salcido, todos ellos mencionados en la parte que de aquella famosa aprehensión dio el teniente coronel don Simón de Herrera al brigadier don Félix María Calleja. Desconociendo si estos religiosos también son llevados a Durango como la historia lo afirma. Con motivo de un proceso histórico que se realiza por iniciativa del noble don Diego Argüelles Martin, durante la ultima década del siglo XIX, el Ayuntamiento de Ciudad Lerdo inició el traslado de los despojos de los ajusticiados de San Juan de Dios, a la rotonda de los hombres ilustres mexicanos. Aceptada la idea por el ayuntamiento de Durango. Se mandó formar el proceso y las causas de las gestiones practicadas y se pusieron en relieve no solo los méritos de los fusilados sino también aclarar el punto donde descansan los restos de los insurgentes. Cabe destacar que esta investigación trajo como consecuencia el localizar el acta de defunción ya mencionada del triste fin de los insurgentes. Hasta antes de 1991 la sepultura de Fray Ignacio Jiménez se encontraba en el interior del panteón de oriente de la ciudad de Durango, siendo en el sexenio del gobernador Ramírez Gamero que exhuman los despojos del insurgente en fecha de 15 de septiembre de 1991 y lo trasladan a una cripta de la rotonda donde descansan los personajes ilustres del estado de Durango.
He acosado en esta exposición todos los testimonios con los que pude ubicar la participación del caudillo local en la gesta heroica de independencia, pero justificando eso si, la participación de nuestro caudillo fray Ignacio Jiménez, como justo y leal a la patria. Lo que siguió a esta proeza es popular por todos, cruentas batallas pérdidas, pero más gloria y laureles en las conquistadas, el decreto de la disolución del vasallaje, etc. Hasta el término de la autonomía colonial el 28 de septiembre de 1821.
BIBLIOGRAFIA:
Fray Gregorio de la Concepción y su Proceso de infidencia Manuel Puga y acal.
Apuntes Para la Historia de la Nueva Vizcaya Atanasio G. Saravia
Bosquejo Histórico de Zacatecas Tomo II Elías Amador
Historia de Méjico, tomo 2º, cap. VII págs. 352, 353, 354 Lucas Alamán
Durango Grafico, cap. XII, págs. 54-57 Lic. Carlos Hernández
*Cronista de Río Grande, Zacateca.