Por Iván Escoto Mora*
Para bien o para mal, las palabras se desdoblan en un leguaje difuso, incontenible, escurridizo. Qué razón tenía Octavio Paz cuando decía de la poesía, lo mismo que nosotros podríamos decir del lenguaje: “Dice lo que calla, calla lo que dice, es real y tan pronto se dice, es real, se disipa”.
Quién podría negar por ejemplo que un ideal clásico de “justicia” implica: “dar a cada quien lo suyo”, entregar a cada persona eso que le corresponde, pero: ¿Qué corresponde a cada quien?
En la Alemania nazi, Joseph Goebbels, Ministro de propaganda del Tercer Reich, fue uno de los hombres encargados de construir, al amparo de la ideología del “progreso” y el “bienestar nacional”, uno de los crímenes más graves de la historia. Como parte de una estrategia política de difusión y convencimiento, fueron utilizadas durante la administración del partido nacional-socialista frases como “Jedem das seine” (A cada quien lo suyo) o “Arbeit macht frei” (El trabajo da libertad). Palabras emplazadas en los portones de los campos de concentración de Buchenwald, Auscwitz, Dachau, etc. ¿Qué significaban entonces?, ¿qué significaron tras la guerra? El trabajo se convirtió en instrumento de exterminio. Lo “suyo de cada quien” fue la cancelación masiva de la vida. La libertad, reconocida como camino hacia la muerte, se erigió en argumento justificante de la irracionalidad.
¿Cómo una idea puede torcerse hasta volverse otra?, ¿cómo el lenguaje puede ser y no ser, explicar y no explicar, tener contenido y carecer de él? Quizá es verdad decir que la palabra es un reflejo que se teje y se desteje al mismo tiempo, pero ¿reflejo de qué? En un rezo, consuela; tras un giro, maldice. La palabra hechiza, envuelve, expone, incendia. Incita a la paz y predispone a la guerra, quiere ser racional y civilizada pero no puede dejar de mostrarse brutal y sin sentido.
Por inabarcable e impalpable que parezca, pareciera no quedar nada sin eso tan oscuro y tan vasto que se engendra en el lenguaje. Quizá uno de los mejores ejemplos sobre las paradojas que ofrece el lenguaje y el mundo que en su entorno se construye, se encuentre en la obra de Karel Svenk, “El último ciclista”.
Karel Svenk (1907-1945), fue director, compositor y dramaturgo checo, recluido en 1941 en el campo de concentración de Terezín, ubicado en lo que hoy es la República Checa. Terezín fue un campo de concentración modelo creado para mostrar al mundo la pretendida bonhomía del régimen nazi. En él se permitía a los internos desarrollar una vida aparentemente normal, había cafés, panaderías y un impulso cultural relativamente activo.
Durante su estancia en Theresienstadt, Svenk escribió “El último ciclista”, pieza teatral crítica del régimen y su discurso de intolerancia. La historia es simple pero aguda, tanto, que fue prohibida y se tradujo en el traslado inmediato de su autor al campo de concentración de Auschwitz donde finalmente murió.
El argumento es el siguiente: En un manicomio, de pronto, los pacientes toman el control del pueblo y declaran su odio contra los ciclistas. Una vez en el poder, formulan inflexibles normas contra todo aquel que ande o haya andado en bicicleta, venda refacciones, compre o haya comprado, fabricado, o tenga antepasados que hubieran comprado, poseído o fabricado bicicletas. Los dementes promulgan leyes, construyen cárceles y persiguen a todos los ciclistas. Luego, cuando fueron exterminados, la “Gran madre”, lideresa de los enloquecidos gobernantes, decide que también habrá que destruir a quienes utilicen sombrillas, lentes e incluso a la luna, que es declarada origen de todos los males, incluido el terrible clima invernal.
En medio de un lenguaje cargado de odio y destrucción, Terezín también fue seno de una interesante actividad creativa. Mirko Tuma en “Memorias de Theresienstadt” refiere:
“Terezín, desde sus inicios, estuvo repleto de artistas profesionales o diletantes, todos ellos estaban consientes de que su único medio de sobrevivencia era, en todo caso, que el espíritu trascendiera el dolor del cuerpo… El heroísmo era la voluntad de crear, pintar, escribir, actuar y componer en el infierno”.
Alaine Badiou en “Escribir lo múltiple” señala que un acontecimiento es una posibilidad entre muchas que puede ser expresada y calculada pero, en todo caso: “siempre hay otra cosa que eso que hay”. Lo mismo pasa con las palabras y sus posibilidades, se expresa algo como bien puede expresarse lo contrario.
Desde el lenguaje, siempre es posible calcular, predecir o valorar algo más aparte de lo previsible, y desde luego, siempre existe la posibilidad que algo sea diferente a lo acontecido o a lo que se cree que aconteció. Un hecho será siempre un hecho, la problemática surge cuando se trata de interpretar, es ahí donde el lenguaje aparece como una complicación y al mismo tiempo, como única posibilidad explicativa para el ya de por sí complejo acontecer humano.
*Abogado y filósofo/UNAM.