Por Rossy Palau*
Por la estación, ahí merito donde termina la cola de un tren abandonado, vas a divisar la tumba. Tiene un techo de dos aguas que bajan desde la punta como un capote de cemento y se entiesan para arriba antes de tentar el suelo. Al llegar le compras al que está en la puerta, una piedra, la más bonita que encuentres. Te va a entretener un rato preguntándote a ver que te saca. Tú lo dejas hablar porque así son los que cuidan, luego entras. Las veladoras atraviesan el suelo como culebras de lumbre. Al fondo en la penumbra, está el que buscas, dibujado en la pared, junto al montón de recaditos. Clavas el tuyo en un lugar que veas, si no, lo encimas. Antes de poner la piedra con las otras, la suenas tres veces para que te oiga. Ahí le comienzas a contar lo que te lleva. –Así nomás, le pregunté. – Así nomás Luciano, me respondió sin dejar de revolver la baraja.
– A veces los adivinos le atinan. Dijo el hombre entrando en una curva.
Luciano agarró el velíz que se le iba por entre las piernas y preguntó en voz baja: -¿Ha visitado el sepulcro?
– Mejor sería que no, pero tengo vicio de mirar.
– ¿De mirar qué?
– Las esperanzas Luciano.
En el cristal le brilló el oro de la medalla que le colgaba del pecho.
– ¿Está muy lejos? Insistió.
– Como de aquí hasta que lleguemos.
En los asientos vacíos se escuchó el rumor del aire que entraba por las ventanillas. Luciano revisó el espacio y después de una pausa, comentó: -Anda bajito el pasaje.
– Muchos prefieren quedarse donde están. Dijo el hombre sin soltar la vista del horizonte y agregó de
golpe: -¿Eres creyente?
– Capaz que sí. Pero espéreme tantito, luego le digo.
– Con el que vas no es un santo.
– Lo es. Le quitó a los ricos para dárselo a los pobres.
– Válgame. Habiendo tan grande Dios.
– A nadie le caen mal los ayudantes. Repuso Luciano.
En la cara del hombre se dibujó una sonrisa.
– Para creer poco, crees mucho.
– Nomás lo que me contaron.
Luciano abrió su cartera para encontrarse con la Tania, pero ella ni lo volteó a ver, recostada como estaba en el sillón de su retrato.
– ¿Existirán los milagros? Preguntó como si las palabras se le escaparan del pensamiento.
– Por donde quiera que vayas, sales al mismo destino.
– ¿Entonces de qué nos sirve el apuro?
– Creo que para llegar.
Cruzaron un puente. Luciano miró la cañada. Era honda y sobre el río de tierra crecían unos árboles. El hombre lo buscó de reojo y agravando el tono le contó:
– Cuando se viene el agua se viene Luciano. Pueblos enteros se han ido por la corriente con todo y creencias, pero en cuanto se seca el cielo ya están otros a ponerse. Al fin de cuentas no le falta a uno la clientela.
Luciano se quedó pensando y antes de guardar la cartera, una voz le repitió desde muy lejos: “Que bueno que te vayas, al cabo que cuando vengas ni voy a estar”. Igual que ese mismo día, la tarde incendiaba la distancia.
– Hace tiempo no pasaba por aquí. Dijo el hombre para volver a la conversación.
– ¿Hay muchos caminos?
– Depende de la fe del viajero y la tuya obliga Luciano… obliga. Le contestó de frente deteniendo el camión. Ya ves al último te sirvió el recado. Allá arriba está lo que me pediste.
Luciano paseó la mirada por el cerro tapizado de arbustos. La neblina le borraba la punta. Luego bajó la escalera.
– Nada más sigue el camino, le recomendó y por último se desmoronó en el asiento como un puñado de piedritas.
El sendero era angosto y lo aruñaban las espinas. Le pareció que la prisa lo detenía de seguir subiendo, hasta que se encontró a la altura de unos pájaros que pasaron volando un precipicio. Más arriba las nubes espesas le llenaron los ojos de un humo fresco. Luciano levantó los brazos y como quien separa unas cortinas, entró de nuevo en el paisaje. La tierra era roja como polvo de ladrillo y al fondo, bajo el rayo de sol que atravesaba el cielo de las enredaderas, divisó a la Tania como dejada por el milagro. Su silencio corrió a abrazarla. Ella lo sintió llegar y caminando despacio entre lo bonito se le acercó diciendo:
– Supe que me buscabas.
– Demasiado pronto se me cumplen a mí las esperanzas.
– ¡Uy! Luciano. Desde cuando que me morí.
– ¿Todavía andas con tu capricho de no esperarme?
– De a deveras Luciano. En cuanto te diste la vuelta te empecé a querer. Yo me dije: Ahorita viene, pero no. De haber sabido ni hubiera hecho la manda de estas trenzas que me llegan hasta los pies.
– Nomás fui a pedir que me quisieras.
– Pues estuvo largo el pedido. Por montones llegaban las noticias de tus malos pasos. Yo ya sabía. Los placeres se visten siempre de muy corto.
– Eso son puras mentiras…
– Ándale. Eres como los arrepentidos. Lueguito pierden la memoria. No viniste ni a decirme adiós cuando por este pelo que me chupó las vitaminas, se me acabó la vida.
– Yo de lo que me acuerdo es de que por todos lados me tropezaba con tu perfume.
Luciano acercándose la respiró muy hondo.
– Será, pero luego te dio por hacerte rico y eso tarda Luciano…Tarda.
– Déjate de cosas y vámonos ya pues.
– Que ya me morí, te digo. Mira ven.
La Tania caminó unos pasos y dándole la espalda, dijo: – Allá detrás de aquí te andan poniendo ungüentos porque estás muy malo.
Luciano no le hizo caso.
– ¿Tienes miedo? Preguntó la Tania.
– Tengo ganas, respondió Luciano.
Pues guárdatelas. Hay que estar muy sereno para rendir las cuentas. Yo estoy aquí de mientras. Después a ver que me regalan por haber sido tan buena.
Luciano miró a lo lejos.
– Está borroso. Dijo
– Igual se pone cuando uno no quiere ver.
– Lo único que no quiero ver es que te vayas. Sin ti me queda tan poquito mundo que apenas me alcanza para taparme la tristeza.
– Así se siente, pero que quieres. Hasta ahora de viejo te salió el encanto de los que sufren. Mira Luciano. A mí me contaron que el amor se siembra. Yo lo sembré y no me nació nada. Nomás tú que venías envuelto en puras palabras.
A Luciano lo tocó un remordimiento.
– Tania. Por más que me asomo no me veo para adentro.
– Ahí estás Luciano. Búscate más abajo.
El viento sopló con fuerza y empujó a Luciano hasta la orilla del cerro.
– Más abajo Luciano.
– No veo.
– Más.
– ¡Ahí estoy! pero me miran unas caras.
– Son tus recuerdos.
– Tania vienen por mí, me jalan.
Gritó Luciano que al querer huir resbaló por la hondonada. En la mano le quedó una piedra y así tirado la sonó tres veces.
De la nada, como si viajara en el polvo, apareció de nuevo el hombre.
– Otra vez tú, le dijo, ya descansa Luciano y le sobó la frente.
Luciano se despertó. Lo recibió un olor a medicina. El último rayo de luz dibujaba en el muro la sombra de los frascos negros y el viento en los tejabanes sonaba igual que la llovizna. “¿Tienes miedo?” le preguntó el silencio. Él quiso contestar pero el miedo ya le había secado las palabras. Luego, cerró los ojos.
– Ya. Dijo uno.
– Todavía no, pero no tarda. Dijo el otro acomodándole la sábana.
– ¿Es usted pariente?
– Muy lejano, pero casi.
– Que le dejó todo al adivino, ¿no?
Dizque lo hizo rico. Habré de darme una vuelta, quien quite y me mande a donde mismo.
– Désela. Creo que nomás hay que comprarle al cuidador una piedrita y a veces los adivinos le atinan.
Luciano alcanzó a escuchar que le cerraban la puerta.
*Escritora y poeta.