Por Fidencio López Beltrán*
La violencia en nuestra América Latina se ha ciudadanizado, deliberadamente se ha “naturalizado” del lado del ser, del sujeto, tanto así que lo desborda y lo hunde. Viene entonces la prohibición y/o la búsqueda de mecanismos coercitivos para alejarla, pues es un mal indeseable, de ahí que todos los gobiernos y grupos sociales intenten conjurarla o exorcizarla. Sin embargo, día a día observamos – algunas veces como lamento y otras como ruego silencioso – que en lugar de que la violencia nos libere y nos permita ser hombres y mujeres de bien, su fuerza bruta sigue sometiéndonos a su naturaleza y con ello, como sujetos individuales y sociales, a sus antojos y caprichos; en pocas palabra: nos vuelve bárbaros y decadentes.
Pareciera que existe una suerte de dimensión fatal que sacude al sujeto, diría Sigmund Freud; este “maldesear” al otro, nuestro semejante, nos coloca entre la barbarie y la civilización, ni de un lado ni del otro, pero su aparición no es sin consecuencias. La violencia siempre ha existido y, es a los académicos, investigadores sociales, a los que nos compete escarbar y profundizar las raíces y significados de sus manifestaciones, sus modos múltiples de victimizar y destruir al otro, y desde nuestros análisis, localizar todas aquellas respuestas útiles que arrojen alguna luz en este túnel ya tan largo en el tiempo y que enceguece la inteligencia y nubla el ser. La violencia, en todas sus dimensiones es un escándalo, es considerada una vergüenza del ser, su inscripción mortífera aterroriza a la población; algunos la ejercemos simbólica y sutilmente, o somos violentados por el otro en todas sus posibilidades, y la gravedad de todo esto es que nos conduce a la tragedia: a la muerte sin más razón.
La violencia es vivida desde nuestros fantasmas, muchas veces reprimida, y con ello elaboramos maneras culturales donde la sublimación, otrora fuera la violencia, asume otra dimensión menos perjudicial para el sujeto, hace posible que la vida sea vivida desde la transformación de una agresividad, en un capital cultural que es obra humanista del ser civilizado y no de la barbarie que también la ha producido. Sin embargo, hay en todos nosotros cierto remanente de agresividad que nos desconcierta, pero es parte de nuestra condición humana y de esa naturaleza, que se debate consciente o inconscientemente entre la bruma y la claridad de la civilidad misma.
Ciertamente experimentamos momentos profundos y críticos de todo aquello que nos produce la violencia (la propia o la de los otros) y por supuesto, comprendemos su existencia como algo inherente al ser, reconociendo que sus expresiones agresivas, en pequeñas dosis, no necesariamente todos las significamos como dañinas; el problema es cuando nos desborda o desborda a los otros, sin comprender que así se demuele nuestra Civilización.
Los psicólogos sabemos que la educación es en gran medida un factor de cohesión y regulación social, a la vez un modo de atenuar esta cantidad de agresividad, usándose en todo caso para generar procesos de aprendizaje y una visión más amplia del mundo en que vivimos; y a la vez, es un medio que permite construir límites para afrontar, minimizar y evitar su posible desborde. Sin embargo, como investigadores sabemos que esto no es suficiente, su impronta aparece fragilizando los lazos sociales, y poniendo en peligro lo civilizado del sujeto; por ello, necesita de explicaciones e implicaciones más profundas, una de ellas es la ética, que como regulador social es una estrategia axiológica de gran importancia para el ser humano, pues llena el requisito de perfil personal y social para participar en hacer el bien a los otros.
Pero ponderamos la aplicación de la ley, entendida esta como el modo en que cada sujeto se pone límites frente al otro en lo social, familiar, educativo. El lazo social nos humaniza. Donde implícitamente colocamos lo educativo como forma de humanización, es un pilar fundamental, ya que sin éste no podríamos domesticar nuestras pulsiones, en tanto que el orden educacional lo estructura y lo desarrolla, haciéndolo soportable y atractivo para los demás.
Se trata de humanizar al sujeto de la violencia por aquellos límites que comienzan en nuestro hogar, “no todo nos debe estar permitido”, esta sería una de tantas máximas que se inscribirían como presunciones en nuestro psiquismo, no es cierta esa creencia de que, “lo que hagas en tal lugar, allá se queda”; esta sentencia obedece más a una concepción demasiado permisiva, en la idea de que todo es posible sin más; desde aquí observamos que los límites ya no se ejercen en nombre de un falso liberalismo sometiendo al sujeto al exceso, todo ello tiene consecuencias y, una de ellas es ya no saber cómo operar la ley en nuestro hogar, desconocer su sistema jerárquico; de ahí aparece la barbarie que antes anotamos.
Ante esto, la ética y una buena educación responsable dentro y fuera del hogar, y el saber poner límites a lo que hacemos, serían las estrategias que orientarían nuestro recorrido, en este nada fácil túnel de la violencia, que escasamente deja asomar un rayito de luz, para luego reafirmar lo único verdadero y valioso que tenemos como camino: nuestra vida plena.
*Doctor en Pedagogía/UNAM. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.