Segunda de dos partes
Por Felipe Mendoza*
Emprendió la marcha camino al río, justo donde unos árboles untaban su sombra a la tierra y donde el viento era una suave brisa que iluminaba con gracia y frescor los rostros, ahí había estado ella muchas veces antes, en sus días de infancia con su padre habían venido a tirar el anzuelo para pescar. Ese lugar le recordaba cosas bellas, pero ahora insignificantes. El muchacho le preguntó su nombre, ella le tapó la boca con su mano suave y le dijo, no hay nombre, no hay palabras, no preguntes nada, no importa quién soy, él no entendía nada, pero se dejó llevar a esta pasión desenfrenada que podría ser efímera, pero valía la pena, la belleza de ella sin igual, el olor a mujer limpia y delicada eran un premio. Se enamoró intensamente de ese instante y de ella con locura e inseguridad. Hicieron el amor bajo los árboles y se miraron como desconocidos que no volverán a verse jamás. Ella lo dejó exactamente en el lugar donde lo había levantado, él absorto la vio irse y no pudo decirle nada.
De regreso a su casa pensó en la infelicidad, y concluyó finalmente que ella llevaba ganancia en todo, no tenía nada y ahora podía tener algo, había de esperar que Manuel regresara a la casa y cumplir con lo que una mujer casada debe cumplir. Así lo hizo en aquellos meses en que salía a la búsqueda de aquel desconocido que le manchaba la vida, pero que le otorgaba ese acto de sometimiento que ella gozaba como un estado de revelación y de poder.
Se miraban a las afueras de la ciudad, en el basurero público, lejos de todo lujo y limpieza, como si aquello que la degradaba fuera un estímulo sublime. Tantas veces insistió él en preguntarle su nombre, o al menos algo que le permitiera saber quién era, pero ella le repitió hasta el cansancio que si persistía en aquello lo dejaría de ver para siempre. Fue así que algunas ocasiones él llegaba a golpearla, insultándola como la peor de las mujeres que hubiera en el mundo, y ella mansa y soberbia a la vez lo despreciaba y lo escupía.
En una de esas veces en que se vieron Elisa le pidió al desconocido que la llevara a los lugares donde él se emborrachaba, al hombre le pareció una locura pero aceptó hacerlo, además ella le había pedido que la tratara como a todas aquellas mujerzuelas que había en aquellos asquerosos lugares. Trátame como a una puta le dijo, y él le escupió el rostro maldiciendo para siempre el día en que la había conocido. El alcohol y la estupidez acompañaron esa tarde de desagravio y vileza. Salieron a la calle alentados por aquella borrachera sin límite, ella tomó el volante y lo dejó parado en medio de la calle sin permitirle por nada subirse al carro. No volvió a verlo hasta un mes después, él la había buscado por todas partes como un loco poseído por la rabia y el amor, pero no la encontró, hasta ese día en que Elisa volvió de nuevo para concluir un plan que había preparado y que era el fin de esta historia llena de odio, resentimiento y locura, lo buscó hasta encontrarlo.
Eran apenas las cinco de la tarde, el sol todavía ardiente, se empecinaba en calcinar al viento y quemar todo aquello que tocara, ella sintió el ardor en la piel, se recogió el cabello, se puso unos lentes oscuros y pudo dar marcha al coche sin ningún tropiezo. Llegó a esa casa de lámina ardiente, tocó en dos ocasiones y le abrieron la puerta. Estaba ahí frente al desconocido que la miró con odio y resentimiento, luego vino el reclamo y los gritos de insulto y un beso tierno y ardiente que le marcaron los labios. Estaba sumamente borracho, enloquecido, fue en ese momento cuando le preguntó él por qué lo buscaba, Elisa lo miró hondamente hasta encontrar las palabras exactas que debía de decirle, me gustas por sucio, hueles a todos los de mi barrio, eres asqueroso como ellos, por eso me gustas, pero te odio. Él la besó con rabia queriéndole arrancar los labios, Elisa caminó hasta la puerta abriéndola, y con sus dedos finos lo llamó, igual, como llama una serpiente con el vaho venenoso.
Salieron de ahí, se subieron al coche encaminándose a la casa de ella.
Apenas unos cuantos minutos bastaron para que la llave de la puerta de madera fina se abriera, todo estaba en orden, él estaba sorprendido de lo sucedido, pudo entender entonces que cumplía el cometido del amante que se juega la vida en una aventura desenfrenada y sin límite, eso no le atemorizaba, porque sin ella los días para él eran un eterno vacío llenos de dolor y sobrada inquietud.
La casa era un silencio susurrante, apenas el clamor del deseo, y esos dos cuerpos que alentaban el desconcierto de la lujuria y la rabia.
Todo estaba ordenado para ese día, el olor fresco de las sábanas y el perfume más íntimo de una mujer que se aprecia de revelar sus secretos audaces y certeros cuando ella quiere.
Le repitió mil veces, no preguntes nada, limítate a mí, a complacerme, vulgarízame así con tu fealdad y tu mal olor, métete en mí y salte para siempre, palabras que eran apenas un insulto en sus labios de ardor que pedían más.
Ella escuchó la puerta, la habían abierto con cuidado, los pasos firmes que ya conocía se acercaban a la recámara donde pecaba con el desconocido. Sacó una daga del pequeño cajón de aquella cómoda que estaba justo en el costado de la amplia cama, hizo una señal de silencio con su dedo índice y le entregó el arma a aquel hombre, señalándole que se escondiera en el amplio armario. Se tendió sobre las sábanas revueltas totalmente desnuda para que Manuel la hallara así. Cuando él entró, sorprendido de aquello que miraba, pero dudoso de todo, vio a su mujer con ojos de desacierto y la insultó advirtiéndole que la mataría si algo estaba pasando ahí, eso que él sospechaba.
Elisa tenía en sus labios una leve sonrisa perversa y lujuriosa. De su boca salieron ciertas palabras que limitaron el sentido de todo aquello. –Has de saber que vivo enterrada en este lugar donde tú me has metido, pero amo estar venerando este desprecio en que ahora me tienes, por eso estoy desnuda para ti, íntima y abierta para que entres de nuevo a mi piel y la hagas arder como siempre, y te vayas dejando mi cuerpo que amas y gozas con tus dedos y tus ojos, porque eso que soy yo, carne, lujuria y deseo; y te agradezco que recuerdes al menos de vez en cuando que soy mujer, para esto me desnudo, en homenaje al último momento que servirá para despedirte.
Finalmente ya estoy muerta le gritó directo a la cara, hace años me mataste metiéndome en esta maldita casa donde me muerde la soledad, donde espero un fantasma que viene de vez en cuando y me toca sin despertar en mi ya nada.
Aquel tiempo pareciera apenas un segundo, porque todo estaba perfectamente preparado, cuando Manuel le dio una bofetada en la cara y ella lo escupió en el rostro, cuando se maldijeron deseándose la muerte uno al otro, en ese tiempo tan fugaz y vivo, en ese momento en que el otro, el desconocido abrió el armario y se lanzó contra Manuel hundiéndole la daga, cuando la sangre inscribió en ese lugar un destino ya escrito, en ese momento en que ella, la mujer que tenía un nombre para uno y un misterio para otro, sacó un arma para meterle en la cabeza un balazo a aquel desconocido, en ese instante tan celebrado por la desdicha y el afán de transgredirlo todo, justo en ese momento se concluía una historia del corazón, de rabia y deseo.
*Escritor y poeta.