Por Juan Cervera Sanchís*
En su cabeza avispeaba insistentemente una sola idea: asaltar, asalta a quien fuera. No tenía otra posibilidad a su alcance para obtener lo que deseaba tanto y hacer que aquella noche fuera distinta para los suyos. La idea de asaltar la venía acariciando desde hacía varios días, pero desde aquella mañana, 24 de diciembre, le picaba como loca en la cabeza y el corazón.
Dejó su casa allá en Santa Julia. Tomó el Metro en la estación Normal y bajó en la del Zócalo. Caminó sin mirar el nombre de las calles, ¿para qué? Había demasiada gente por todas partes. Llegó a la Alameda. En la Torre Latinoamericana el reloj marcaba las seis de la tarde. Era aún muy temprano para poder hacer lo que tenía en mente, consideró. Decidió sentarse un rato a pensar. Pensó en sus cinco escuincles. Vio los ojos vivos de Chabela, la más chiquita, con sus dos añitos de esperanza. Se dolió del gesto triste de Pedro, el mayor de sus hijos, que desde sus diez años le pedía lo que él no podía darle. Recordó a Lupita, a Marcela, a Epigmenio, el que se llama como él. Y se sintió con energías para realizar el asalto. Pensó en su mujer, en su madre. Al salir les había dicho:
-Regresaré con mil pesos y disfrutarán todos de una gran cena. Esta Navidad no se irán a la cama con el estómago vacío. Epigmenio llevaba sin trabajar desde el viernes 5 de agosto del año anterior. Tenía bien clavada la fecha en su memoria. ¡Y bien que lo recordaba! Cada vez que pasaba frente al edificio donde había trabajado se dolía de ello. El edificio estaba allí mostrando su esqueleto y a la espera, pero, nada de nada, el dueño, ¡maldita globalización!, seguía sin lana para echar a andar la construcción.
Epigmenio, que se sentía un buen “mediocuchara”, buscó y buscó chamba, pero con la peor de las suertes. El chingado trabajo estaba harto difícil. Se le echó encima el año y de paso las necesidades y apenas sin pudo hacer dos que tres trabajillos en su colonia por los que cobró cuatro centavos. Casi había vivido del esfuerzo de su mujer que trabajaba de limpiasuelos en el mercado. Y todo esto le dolía en la sangre al desesperado Epigmenio. Estaba consciente de la urgencia de encontrar chamba, pero todo se le torcía y se le retorcía y no veía cómo salir del hoyo negro en que las circunstancias lo habían metido. Epigmenio había visto a medio mundo y no hubo manera de que nadie le diera trabajo. Era verdad que él le entraba a la bebida y luego se ponía fúrico y se peleaba con media humanidad. No había vuelto a beber desde aquel 5 d agosto del pasado año y, sin embargo, andaba más fúrico que nunca y con ganas de hacer mil barbaridades. Aquel día ya le explotaba la bilis y el hígado lo sentía hinchado. Llevaba en la bolsa un boleto del Metro, y eso gracias a su mujer, y tres pesos por toda fortuna. No había probado bocado desde la mañana en que su mujer le dijo:
-Ahí tienes un taquito de huitlalcoche que tu mamá te ha traído.
Un taco de huitlacoche y un vaso con agua no iluminan a nadie y mucho menos traen consigo buenas y brillantes ideas. Sentía las dentelladas del hambre, aunque era lo de menos en aquellos momentos de espera. Lo que le dolía de a de veras era no poder cumplir su palabra, es decir, retornar a su casa sin los mil pesos prometidos y tirar el sombrero de la felicidad por la ventana. Soñaba con comprar ocho pollos y una caja de refrescos y ponerse a cantar con su familia aquello de: “Entren santos peregrinos”, y todas esas cosas que a los niños, en día tal, satisface cantar”.
Epigmenio anduvo dándole vuelo a la hilacha de su imaginación. Los fotógrafos de “al minuto” se habían ido. Una gatita provinciana se dejaba picotear por un gavilán chilango en una de las bancas de la Alameda:
-En Oaxaca no besan como aquí, Juanita”, le decía el gavilán.
Lo oyó Epigmenio. Y exclamó para sí: “¡Qué güey!”, aunque de inmediato volvió a pensar en el asalto.
La noche se le había echado encima y los arbolitos de navidad soltaban sus luces por doquiera. Caminó por la Avenida Hidalgo, Puente de Alvarado y llegó a San Cosme. Se internó en la colonia San Rafael por la calle de Altamirano. Al llegar a Francisco Pimentel vio una iglesia. Epigmenio decidió entrar. Pediría “Diosito” su ayuda. Entró y dirigiéndose al Cristo pronunció apenas entre labios:
-“Diosito” ayuda a tu hijo Epigmenio. Permítele a tu hijo Epigmenio llevar mil pesos a su casa. Allí lo esperan… Tú sabes…”
Rezó un rato. Y salió con su idea fija y los pies doloridos. No veía la manera de solucionar su problema. Serían ya como las ocho de la noche. Aquellas calles mal iluminadas eran propicias…. Vio venir a un señor bien vestido y con corbata. Aquél, sí, aquél debería traer en la bolsa parte de su aguinaldo o por lo menos mil pesos. Al fin de cuentas, ¿qué eran mil pesos?
Lo esperó escondido en un portal. El otro se acercaba lentamente. Pasó junto a él. Epigmenio lo vio alejarse. Sintió que no tenía valor para robar a nadie. ¿Cómo era posible? Se insultó a sí mismo, se llamó todo lo peor que un hombre pueda llamarse. Y caminó hacia Santa Julia como ladrón frustrado. ¿Qué dirían de él los amigos de la colonia, aquellos amigos tan capaces, si supieran todo aquello? Estaba a punto de llorar. Sentía que él únicamente valía para trabajar. De pronto dos jóvenes lo cercaron:
-No te muevas, hijo de la chingada, o te picamos.
Epigmenio se quedó tieso como un palo y apenas pudo decir:
-¿Qué se traen?
Los jóvenes sólo le dijeron:
-Quietecito y suelta todo lo que traigas.
-No traigo nada.
Los jóvenes lo regristraron:
-Apenas si trae smog este güey. Mira, mira, trae apenas un boleto del Metro y tres pesos, dijo el que lo registró. El otro, enfurecido exclamó:
-Pícalo, pica en la panza a este pinche güey.
Epigmenio sintió que le ardía el vientre y que se le salían las tripas. El sabor de la muerte le llenó la boca. Los dos jóvenes echaron a correr. Desparecieron.
Epigmenio vio a sus cinco hijos sonreír y cantar y a su mujer y a su mamá y a sus vecinos y a todo el mundo disfrutar en grande de la vida. Era una noche única. No mil pesos tenía entre sus manos. Miles de dólares y euros y hasta rutilantes centenarios. Dio pues una fiesta para toda la cuadra, para toda la calle, para toda la colonia. Todo era luz y dicha suprema. Se sintió el “mediocuchara” más feliz de México. Y gritó y gritó:
¡¡¡Viva la vida!!!
*Poeta y periodista andaluz.