Por Víctor Roura*
1. El amor ha modificado el curso de la historia. O le ha otorgado un exquisito orden, según se quiera ver. Ahí ha estado siempre, vibrante e inesperado, para darle sentido a la humanidad. Tanto en los relatos bíblicos o míticos como en los apuntes historiográficos, el amor ha sido un elemento trascendental en el acomodamiento de los periodos de la vida.
Lo primero que cuenta Heródoto en su Historia es precisamente una relación amorosa que transformó el desarrollo de los lidios, que por más de medio milenio fueron transmitiéndose el poder de padres a hijos hasta Candaules, vástago de Mirso, que estaba tan enamorado de su mujer y, “como enamorado, creía firmemente –dice Heródoto– tener la mujer más bella del mundo; de modo que, convencido de ello y como, entre sus oficiales, Giges, hijo de Dascilo, era su máximo favorito, Candaules confiaba al tal Giges sus más importantes asuntos y, particularmente, le ponderaba la hermosura de su mujer”.
Al cabo de no mucho tiempo después de su matrimonio, Candaules dijo lo siguiente:
–Giges, como creo que, pese a mis palabras, no estás convencido de la belleza de mi mujer (porque en realidad los hombres desconfían más de sus oídos que de sus ojos), prueba a verla desnuda.
–Señor –exclamó Giges, seguramente desconcertado–, ¿qué insana proposición me haces al sugerirme que vea desnuda a mi señora? Cuando una mujer se despoja de su túnica, con ella se despoja también de su pudor. Hace tiempo que los hombres conformaron las reglas del decoro, reglas que debemos observar; una de ellas estriba en que cada cual se atenga a lo suyo. Además, yo estoy convencido de que ella es la mujer más bella del mundo y te ruego que no me pidas desafueros.
Con estas palabras, “Giges trataba, claro es, de negarse, por temor a que el asunto le ocasionara algún perjuicio, pero Candaules le contestó en estos términos”:
–Tranquilízate, Giges, y no tengas miedo de mí, pensando que te hago esta proposición para probarte, ni de mi mujer, por temor a que ella pueda ocasionarte algún daño; pues yo lo dispondré todo de manera que ella ni siquiera se entere de que tú la has visto. Te apostaré tras la puerta de la alcoba en que dormimos, que estará entreabierta; y, en cuanto yo haya entrado, llegará también mi mujer para acostarse. Junto a la entrada hay un asiento; en él colocará sus ropas conforme se las vaya quitando y podrás contemplarla con entera libertad. Finalmente, cuando desde el asiento se dirija a la cama y quedes a su espalda, procura entonces cruzar la puerta sin que te vea.
Así ocurrió, mas con una leve variación, insospechada, en el plan del rey Candaules. Resulta que la mujer vio salir de la habitación, de soslayo, a Giges, que ya se había regodeado los ojos, “pero, aunque comprendió lo que su marido había hecho, no se puso a gritar por la vergüenza sufrida ni denotó haberse dado cuenta, con el propósito de vengarse de Candaules, ya que, entre los lidios (como entre casi todos los bárbaros en general), ser contemplado desnudo supone una gran vejación hasta para un hombre”. La noche estuvo aparentemente tranquila, mas en cuanto se hizo de día llamó a Giges para advertirle:
–De entre los dos caminos que ahora se te ofrecen, te doy a escoger el que prefieras seguir: o bien matas a Candaules y te haces conmigo y con el reino de los lidios, o bien eres tú quien debe morir sin más demora para evitar que, en lo sucesivo, por seguir todas las órdenes de Candaules, veas lo que no debes. Sí, debe morir quien ha tramado ese plan, o tú, que me has visto desnuda y has obrado contra las leyes del decoro.
Giges, por supuesto, eligió la primera opción y no sólo se hizo del reino de Lidia, hacia el siglo VI aC, sino, poca cosa, de la mujer más bella del mundo.
2. En lo que concierne a la Biblia, el amor aparece con frecuencia e incluso de manera erótica (“gózate en la mujer de tu mocedad,/ cierva carísima y graciosa gacela;/ embriáguense siempre sus amores/ y recréente siempre sus caricias”). Ahí está el caso del rey Salomón “y su conocido desenfreno pasional”, tal como dice Marco Schwartz. “El rey Salomón –apunta el autor del Libro de Reyes–, además de la hija del faraón, amó a muchas mujeres extranjeras, moabitas, ammonitas, edomitas, sidonias y jeteas, de las naciones de que había dicho Yavé a los hijos de Israel: «No entréis a ellas, ni entren ellas a vosotros, porque de seguro arrastrarán vuestros corazones tras sus dioses». A éstas, pues, se unió Salomón con amor. Tuvo 700 mujeres de sangre real y 300 concubinas [a las que disfrutó el tiempo en que ocupó el trono de Israel, de 965 a 930 aC], y las mujeres torcieron su corazón.” No obstante, a pesar de tener mil mujeres para su propia recreación, se dice que Salomón sólo fue verdaderamente complacido por la reina de Saba (territorio donde hoy, se supone, está asentado Yemen), esa misteriosa mujer que apareció de la nada y se fue como si nada, luego de dejar trastornado amorosamente a Salomón, al grado de que, según la tradición etíope, ambos tuvieron un hijo, de nombre Menelik, antepasado mítico de los emperadores de ese país africano.
*Periodista y editor cultural.