Por Víctor Roura*
1. Un buen día recibo el llamado de un profesor de la Universidad Autónoma de Querétaro. Por lo menos así se presenta. Muy atento, me invita a dar una plática sobre periodismo. Dice que no tienen dinero, pero están muy interesados en oírme. Su insistencia era tan amable que le dije que me llamara en una semana para corroborar el asunto, cosa que hizo de manera puntual, y me venció. Dijo que pasarían por mí a la terminal para conducirme al recinto universitario. Estaba el profesor muy agradecido. Me retornarían, eso sí, el dinero de los gastos del autobús. Todavía pregunté si quería que llevara un texto escrito o… no, no, me aclaró, sería una charla informal de preguntas y respuestas. La academia va a estar de plácemes, dijo.
Creo que el siglo XX finalizaba. Eran los últimos años de los noventa. Hace más de una década. Tal vez tres lustros. Aunque recuerdo la anécdota como si el acontecimiento hubiera sucedido ayer.
Hago de nuevo memoria.
Como casi siempre me sucede, cuando colgué el auricular me di cuenta de que no sabía el nombre del profesor con quien había acordado, incluso, la hora de mi salida; pero era lo de menos, pensaba. Ya las cosas tomarían su rumbo estando allí en Querétaro, tal como efectivamente ocurrió en un principio. A ver. No quiero que se me vayan los detalles: sí, me bajo del camión y dos personas me están esperando, al verme fueron a mí sin turbaciones para saludarme e indicarme que me llevarían, primero, a una casa, ya que la conversación con los universitarios empezaría a las cuatro de la tarde. Apenas habían transcurrido dos horas después del mediodía. Me veo de pronto en una casa, ignoro el nombre de la calle, el número, sólo sé que hay acaso una veintena de jóvenes ordenadamente sentados tomando apuntes. El profesor que me invitara, entonces, me da la bienvenida, me estrecha con fuerza la mano y me pide que hable para este auditorio que se ha reunido con entusiasmo a instancias de este hombre, que me anima a empezar, ya, la charla.
No entiendo bien la situación, pero tampoco me preocupa.
—Al rato vamos a la Universidad —me dice—, todavía hay tiempo —y me comienzan a preguntar ya no recuerdo qué tanta cosa sobre los vericuetos de la prensa, y respondo y me sumerjo en ese enfervorizado diálogo de modo tan cordial que los minutos transcurren con premura. Ya van a dar las cuatro y le sugiero al profesor que pasemos a retirarnos. Odio llegar tarde a las conferencias. Sin embargo, los cuestionamientos no cesan, y continúo hablando, pero ya la ansiedad está a punto de abordarme con turgencias incómodas, y le vuelvo a decir al profesor, que ya me ha ofrecido un vaso de limonada para refrescar mi garganta, que ya se está haciendo tarde. Que ya nos vayamos a la Universidad.
Pero no me hace caso. Las preguntan siguen tejiéndose, a pesar de mi evidente desconcierto. Y doy por terminada la improvisada e inesperada sesión. Digo que tengo que retirarme, y eso es lo que hago. Le pido al profesor que nos retiremos de ese dulce hogar y me dice que no me preocupe, que estamos a tiempo, que las conferencias suelen iniciar con retraso y los asistentes no siempre son puntuales; pero ante mi persistencia acepta dar por acabada esta terapia periodística. Escucho un aplauso caluroso de la concurrencia y el profesor me acompaña a la puerta para decirme que aborde un taxi, ya que él no puede dejar a esta gente así nomás porque sí.
—Yo lo alcanzo luego —dice, y me deja solo en la calle.
Camino y en la siguiente esquina me subo a un taxi, que me lleva a la Universidad Autónoma de Querétaro, que a esa hora, pasadas ya las cuatro, luce semidesierta. O así me lo parece. Pregunto por el auditorio principal donde, yo supongo, ya me estarían esperando los anfitriones, a quienes no conozco. Un estudiante me sugiere mejor que me asome al departamento de difusión, o algo así, para que me informara de las actividades del día.
Y ya en dicha oficina alguien, para mi fortuna, me reconoce y se muestra asombrado de mi presencia en ese sitio.
—Víctor Roura, ¿qué hace por aquí, puedo ayudarlo, necesita algo, viene a ver a un director de facultad?
No, no, nada de eso. Le digo que estoy programado para una charla a las cuatro de la tarde (¡Dios, ya estoy retrasado casi media hora!), y no sé dónde estoy. Me mira sorprendido.
—Perdóneme —dice—, pero no hay nada hoy, ¿quién lo invitó? —y la pregunta me taladra porque obviamente no sé el nombre del profesor, pero hace unos momentos estaba con él, le digo, y le cuento la peripecia—. Dígame el nombre de la calle y vamos a reclamar esta impertinencia, este abuso —me dice el joven, mirándome ahora compasivamente. Nada, no puedo hacer nada, ya que no sé dónde diablos estuve ni con qué personas hablé. Ni me sé un número telefónico. Nada.
—Lo siento, maestro —me dice el joven, conmovido.
Pero, ciertamente, imposibilitado en ayudarme. Siento que quiere abrazarme, solidario, pero yo me retiro, turbado, le doy las gracias, y abandono el campus con la mirada irritada, destemplada, acuosa quizás.
2. ¿Qué demonios estaba haciendo yo allí en ese momento?
¿Qué hacía en Querétaro, sin ningún camino donde ir, sin amistades a quien llamar, sin ganas de beber un maldito ron o, no sé, con la sed ensimismada?
Regresé a la terminal y abordé el primer autobús con destino a la Ciudad de México, a la cual llegué próxima ya la medianoche, sin haber sabido para qué fui a Querétaro, donde por cierto jamás he retornado para dar ninguna charla.
*Periodista y editor cultural.