Por Iván Escoto*
Para Gabriel Echeverría de Jesús y Alexis Herrera Pino
Los humanistas, como todo interesado en la cultura, están obligados a la reflexión sobre “El hombre” como fuente del suceso cultural. Es necesario pensar al hombre y al mundo que le rodea, por eso, en la sociología como en la filosofía, y en todas las humanidades, el concepto de “perplejidad” reviste una importancia especial, entendiendo a la perplejidad como la posibilidad de asombrarse de los fenómenos del mundo y la necesidad de entenderlos para, al final, entender al ser humano.
Jorge Semprún, ensayista español, en su ensayo De la perplejidad a la lucidez, señala:
“No hay reflexión teórica digna de ese nombre, en efecto, que no arranque del asomo de la duda… Un pensamiento afincado en la certeza absoluta de sus propios postulados o puntos de partida no sería tal, en verdad. Sólo sería un discurso monolítico, dogmático monólogo”.
La política también es un producto cultural en tanto que emerge como expresión del hombre en sus relaciones con otros hombres y con el mundo que lo envuelve. El discurso político no puede ser la derivación pétrea de la siembra del poder, su función, su justificación, debe estar cimentada en el contexto del reconocimiento de los valores colectivos de bienestar generalizado, aunque decirlo suene para algunos como el molesto suspiro de los ingenuos.
Frente a los grandes problemas sociales se apuran los gobiernos del mundo a dar respuestas jurídicas o políticas, en todo caso, a ejercer el poder. Se crean leyes, se inundan bibliotecas de tomos con reglas y códigos. Se decreta y se piensa que en la voz de las normas los dramas se disuelven y los embarazos se allanan. Se despliega la fuerza pública para dar respuesta a cualquier manifestación antisocial, se opone la violencia a la desesperación, el fusil a la miseria, la cárcel a la incomprensión.
Quizá en la medida que se lean los problemas sociales como un objeto de estudio susceptible de ser analizado desde la óptica de la interdisciplinariedad, podrán entenderse de mejor manera y atenderse con mayor fortuna.
“Lucidez” y “perplejidad” son conceptos que obligan a la reflexión, al planteamiento y replanteamiento de los problemas sociales para entenderlos por sus causas más lejanas y en consecuencia, incidir en las raíces de sus fundamentos.
Si se piensa en las causas de los dramas sociales, tal vez encontremos aristas que nadie mira. Jóvenes sin espacio, hombres sin empleo, mujeres inmersas en siniestras espirales de violencia, niños en posición de calle, una sociedad mancillada y vejada hasta extremos que luego de ser mediatizados, parecen naturales.
En la “perplejidad” se halla la posibilidad del asombro que permite apreciar la gravedad de un problema sin reducirlo a la cómoda cotidianidad de la estadística. La perplejidad es la puerta que da paso a la lucidez en cuyos faros es dable encontrar respuestas. De este modo, “perplejidad y lucidez” son las bridas y las riendas que obligan a la reflexión.
Retomando a Jorge Semprún, nosotros podríamos decir que el humanista en general es consciente de su tiempo porque sabe que estar por encima del tiempo es no estar en ningún sitio. Como diría Canetti, y con él Semprún, todo humanista debe tener la pasión de la universalidad, la seria voluntad de resumir su época, asumiéndola pero a la vez, alzándose contra ella y cuestionándola.
En la perplejidad habita la duda y con ella la necesidad de saber, de entender y descubrir el mundo a través de la razón crítica, democrática y dialogante. Frente a la perplejidad se halla la lucidez, esa que quizá sea “la herida más próxima al sol”, como afirma Semprún, porque en la lucidez, para bien o para mal, se descubre la realidad en su aterradora desnudez.
*Abogado y filósofo/UNAM.