Por Faustino López Osuna*
Mi madre, Tomasa Osuna Angulo, influenciada positivamente quién sabe por quién, con una mentalidad abierta, quería que sus hijos “tuvieran escuela”. Mi padre, Eugenio López Peraza, influenciado por quienes, junto con él, frecuentaban la cantina del pueblo, se oponía. Le decían: “Tu mujer, que llegó de El Cardón (ranchería de la propia comunidad), no sabe que de aquí no ha salido a estudiar nadie y pa´ nada lo necesitamos. Es más: se dice que cuando estudian, los hijos se olvidan de sus padres. Así que, a tu hijo mayor que ya va en quinto año, no lo dejes ir al sexto; de ese modo, al no tener papeles, ya no podrá continuar la secundaria. A los hijos hay que explotarlos antes de que crezcan, mientras se puede”.
Y mi padre, con semejantes consejos de aquellos seres anclados mentalmente en la Edad Media, me prohibió que siguiera yendo a la escuela, con un indecible dolor de mi madre, quien informó de la situación a la profesora rosarense Victorina Ramírez, maestra que impartía el sexto grado y quien, en secreto, le pidió a mi progenitora que me mandara a la casa donde ella se asistía, diariamente, a las cinco de la tarde y, sin borrarme de la lista del grupo, me dio a mí solamente el curso completo y, a fin del año, el certificado.
Todavía hubo discusiones entre mis padres. Una noche en que se suponía estábamos dormidos, escuché a ella decirle a él: “El dinero viene y va, pero el conocimiento es de uno hasta que nos morimos”. Luego, informada mi madre por la maestra Victorina que existían en todos los estados de la República internados del Instituto Politécnico Nacional en donde, aprobando el examen de admisión y todos los grados escolares, uno podía terminar estudios profesionales en México, sin que les costaran a sus familiares, convenció a mi padre para que me llevara a Culiacán. Ahí, al entrar en contacto directo con la realidad que desconocía, mi padre, en unas cuantas horas, experimentó un cambio extraordinario. Al llegar, casi al amanecer, a la prevocacional o Escuela de Enseñanzas Especiales número 23, sobre la calle Rodolfo G. Robles vio un autobús escolar con las siglas I.P.N. del Politécnico, al que estaban abordando, con sus maletas, los estudiantes egresados de tercer año. Al preguntar qué hacían, sus padres, llenos de satisfacción, le respondieron que los estaban despidiendo porque se iban a seguir estudiando en México, pagados por el gobierno. Y que regresarían de licenciados, doctores o ingenieros.
Luego mi progenitor vio, en uno de los patios del internado, alrededor de 300 padres de familia de todos los rumbos de Sinaloa, acompañando a sus hijos a presentar el examen, de los que no quedarían más que la tercera parte, por el cupo limitado. Cuando oyó mi nombre entre los seleccionados, pienso que se ha de haber arrepentido de haberles creído a los aconsejadores de la cantina, por la satisfacción que ahora experimentaba, contrastando con la tristeza de los rostros de los que se regresarían a sus pueblos con sus hijos.
No sé qué de cosas revaloraría en tan breve tiempo mi padre. Quizá no daba crédito que yo, el adolescente de doce años que había trabajado todos los días, desde los seis años de edad, recorriendo a pie, primero, y en bicicleta, después, todos los caminos de las rancherías de Aguacaliente acarreando quesos para el negocio familiar, ahora se había ganado un lugar competido por tantos, gracias a su propio esfuerzo y al de la maestra Ramírez. Creo que a partir de ese día sufrió un deslumbramiento tal, que lo hizo cambiar para siempre.
En la terminal de camiones a la que lo acompañé, me hizo una confesión, que nunca le platiqué ni a mis hermanos y estoy seguro que ello me ayudó cuando, dos años después, mi madre me dijo que hablara con él para que le diera permiso de ir también a estudiar a mi hermano Florencio. De manera grave, tocando tal vez lo más profundo de su ser, me dijo: “Te estoy dando permiso para que estudies, para que nunca digas de mí lo que yo siempre diré de mi padre: que no me ayudó en eso, habiendo podido hacerlo”.
Cuando estaba por abordar el camión que lo llevaría a Mazatlán, me dijo, como para alentarme, algo que no sé cómo le salió del corazón: “Si fracasas, no te vayas para otra parte; regrésate a la casa, ahí tendrás frijoles siempre. Ahora que, si apruebas los tres años, nos va a dar mucho gusto, a tu madre y a mí, venir a treparte al autobús para que te vayas a México”. Y, como todo padre inexperto, con cierta torpeza, como pudo, me abrazó, girando rápidamente para subirse al camión. Tal fue el primer abrazo que recibí de mi padre en la vida.
Murió en septiembre de 2001. En diciembre del mismo año murió Florencio, mi hermano menor. Descansen en paz.
*Economista y compositor.