Por Joel Isaías Barraza Verduzco*
Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras. Juan Rulfo en Pedro Páramo.
Salvador Enamorado controlaba el volante con solo dos dedos de su mano izquierda. Conducía despacito su Cadillac DeVille por las calles polvorientas de la medianoche de Ciudad Bicentenario, tan solo 25 kilómetros al norte de Ciudad Mazatún. “El Chavas”, como le decían los conocidos, había escuchado sobre una casa administrada por una mujer conocida como “La Viejona”, que regenteaba prostitutas de no más de 19 años. Pensaba que una jovencita sería una atracción especial en Puerto Viejo, especialmente si se corría la voz de que la chica solo estaba de pasada. “El Chavas” ya le había enviado un recado a “La Viejona”, recibiendo la respuesta en la que le decían que sería un placer rentarle una de las chicas por unos días. Ya lo estaban esperando.
Al final de lo que algún planificador urbano soñador o tonto había nombrado Avenida de las Muertas, como si algún lugar en medio de ninguna parte mereciera una avenida, el mercader de carne fresca dio vuelta a la izquierda, como le habían indicado, y estacionó el Cadillac plateado frente a una casucha con techos de lámina de asbesto. Antes de bajarse del coche abrió la guantera y sacó una pistola automática de nueve milímetros. Alojó la pistola en la bolsa derecha de su chaqueta de cuero y examinó la calle vacía.
Era esa hora entre la media noche del domingo y la madrugada del lunes, la hora intermedia entre los perros y los coyotes; y todos esos animales de la madrugada -los hombres que trabajaban en los muelles y en las empacadoras, los soldados acantonados lejos de su casa y comisionados en la guerra contra los traficantes, los policías de narcóticos, aquellos que podían permitirse frecuentar la casa de “La Viejona”- estaban obligados a hacer los honores a la única noche de la semana que el negocio permanecía cerrado. “El Chavas” sabía todo esto y por lo tanto no esperaba problemas, sin embargo se sentía más seguro yendo ensillado. Uno nunca sabe cuando un loco drogado se puede aparecer vomitando fuego, sobre todo en este país y en estos días.
“Bienvenido, señor Enamorado,” dijo una todavía hermosa mujer de alrededor de sesenta años, mientras “El Chavas” se aparecía en la entrada de la casucha. La mujer vestía de manera sencilla, usando un vestido largo de algodón blanco, y sobre los hombros una mantilla de seda negra decorada con flores rojas y pájaros anaranjados.
—Es un placer que nos visite.”
—“Gracias.Usted debe ser La…”
—“Así es, pase por favor”.
La mujer cerró la puerta a sus espaldas.
—“Viene de lejos,” –le dijo–.
— “La sola idea de lo que puede estarme esperando me tuvo entretenido.”
La luz interior era suave y difusa, pero Salvador pudo ver que el rostro de “La Viejona” mostraba evidencias de una historia ominosa. Un grupo de líneas en la frente y en las mejillas aparecían como cortadas por el delgado filo de una daga. Salvador estuvo seguro que ni una sola gota de sangre o de lágrimas derramadas por la mujer había sido o sería olvidada, tanto por ella como por esos que habían causado las heridas, si es que alguno estaba vivo todavía.
— “Pido disculpas por no tener mucho tiempo,” –dijo Salvador–, “para aprovechar mejor su hospitalidad.”
Entonces apareció fuera de la penumbra y al lado izquierdo de “La Viejona” una sílfide metida en un vestido negro demasiado corto. Su pelo rojo estaba entretejido en la parte alta de la cabeza, anudado como una fuente que brotaba por encima del hermoso rostro juvenil. Su piel era bronceada y muy oscura. No medía más de un metro cuarenta y pesaba como cuarenta kilos.
— “Le decimos Perla India,” –dijo La Viejona–, “por razones obvias. Cumplirá dieciocho en cuatro semanas.”
“El Chavas” se acercó a la pequeña estudiándola con la mirada. No recordaba haber visto una criatura tan inmaculada y exquisita. Sus ojos eran dos grandes lagos de agua celestial que brillaban con un aire sobrenatural. Una llamarada de un tiempo olvidado mucho antes de este terrible y peligroso momento. Todo el aposento brilló en ámbar, encendido por la presencia de Perla.
— “Aaaaaahhhh,” –dijo el Chavas mientras rodeaba a la jovencita–.
— “La pura verdad Viejj…Señorona, esta chica está como salida de un sueño.”
Tocó el redondo y perfecto rostro de Perla India con la yema de los dedos de la mano derecha, luego se arrodilló y acarició los pies descalzos; dedos, tobillos, pantorrillas y muslos, deslizando una mano sobre los duros y temblorosos glúteos, parándose de nuevo frente a ella.
— “Dime el precio,” –dijo El Chavas.
La joven arrebató de repente de la bolsa de la chamarra de cuero la Glock de Salvador Enamorado, apuntó hacia La Viejona y jaló el gatillo cuatro veces. Luego, antes de que la matrona tocara el suelo con el cuerpo lleno de plomo candente, se la llevó a la boca y jaló una vez más. “El Chavas” trastabilló cayendo hacia atrás cuando el quinto proyectil perforó la frágil nuca de Perla, saliendo con la fuerza suficiente para volar la sexta vértebra cervical del cuello de “El Chavas”, y terminar alojándose entre las manos implorantes de un Juan Diego encuclillado, estampa representada en un almanaque sobre la pared que anunciaba la discoteca “Macho Profundo”. Cubierto por la sangre de las mujeres muertas, el visitante del tugurio cerró los ojos, mientras veía aparecer en su desmayo, como acercándose, la sonriente mirada de un coyote flaco. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.
*Antropólogo y escritor.