Por Víctor Roura*
1. Una vez, cuando me esmeraba en escribir acerca del estado del rock en México, sobre todo en la época de su prohibición, me preguntó un joven reportero —¡uf!— cuántos grupos existían a lo largo de la República, porque —y lo recuerdo bien— en Querétaro, según mi entrevistador, eran aproximadamente 54. Y estoy hablando de los ochenta, a mediados de esa década. El joven que me hizo tan portentoso cuestionamiento tenía redondeado el número porque, según él, estaba levantando un censo roquero de su estado. Me sorprendió su precisión, tengo que reconocerlo, de modo que me obligaba a no andarme por las ramas.
—Si no me equivoco en un dígito —le dije—, son 869; pero me falta confirmar el dato correcto en Ixtlán de los Hervores…
El entrevistador se dio por satisfecho con mi impecable respuesta, apagó su grabadora, se despidió de mí con un fuerte apretón de manos y se fue corriendo, supongo, a escribir su esclarecedora nota.
¡Cómo se buscaba entonces la exactitud en las cifras musicales! Porque se tenía la idea de que por cada número había la posibilidad de un desmán en las regiones señaladas; es decir, si 54 conjuntos de rock la rolaban, digamos, en Querétaro, era probable entonces que ocurriera una decena (unos cinco grupos actuando en cada audición) de tropelías en ese estado al mes: porque las estadísticas nos indicaban que se organizaban, de manera underground, unas diez tocadas (audiciones de rock en salas improvisadas, sin ventanas, ni conductos de respiración, atascada la muchedumbre, pegados unos con otros con tal de escuchar rock, esa música que carecía de autorización oficial), lo que significaba la participación del total de los grupos (y quiero suponer que, por lo menos, “buenos” grupos; o más arribita del nivel medio, pues), lo que atraía, por supuesto, a las autoridades para reprimir a los espectadores, acostumbrados a las golpizas salvajes de la policía. ¡Y si existían 869 grupos, tal como yo respondí (lo cual evidentemente se trataba de un cálculo imposible, falsamente fidedigno), imagínese usted cuánta barbarie ocultaban los medios informativos! ¿Cómo poder tener, finalmente, un cálculo tan preciso acerca de todas las agrupaciones de rock en México si sus actividades no eran difundidas sino todo lo contrario: reprimidas a punta de silenciamientos brutales?
Porque el rock (¡qué risa podría causarle esta anécdota al joven contemporáneo, que ha crecido con modelos eclécticos musicales!) no estaba permitido en los círculos sociales sino hasta el año 1991, durante el salinato, cuando el empresariado nacional convenció a la jerarquía política de poder enriquecerse a costa del rock, ya que esta música —como se apreciaba en países incluso con menos desarrollo— podía generar millones de dólares en una nación aún virgen de esas sonoridades masivas. ¡Las salvajadas que se cometieron en contra de los gustadores del rock antes de 1991 son numerosas e innombrables! Por ejemplo, en 1980 en Morelos se quiso conmemorar —con un año de adelanto— la primera década del Festival de Avándaro con resultados espantables: la policía, con la aquiescencia gubernamental, atacó a la juventud en la carretera a Cuernavaca asesinando a muchachos que, ante el inesperado acoso, trataron de protegerse —inútilmente— como pudieron. Los agresores, sabedores de su impunidad en los festivales roqueros, no se conformaron con su bestialidad acostumbrada sino también gozaron, a su asqueroso modo, a diversas jovencitas que se vieron de pronto prácticamente solas en el mundo. Y nada sucedió al siguiente día. Los medios callaron la artera pesadilla. No pasó absolutamente nada.
2. Eran otros tiempos, se dice ahora con suma facilidad.
No lo creo. Eran tiempos tan escabrosos como lo puede ser el actual, cuando de súbito se enfrenta y se confronta uno con una autoridad judicial. Porque en ese sentido, por desgracia, los tiempos no han cambiado.
¿Cuántos descalabros ocurrieron en Sinaloa en el periodo de la prohibición roquera?
¿Alguien habrá registrado aquella desalmada impunidad?
*Periodista y editor cultural.