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Estado de bienestar o fábrica de apariencias

Por domingo 20 de noviembre de 2011 Sin Comentarios

Por Iván Escoto Mora*

La conformación del Estado moderno tiene por objeto primordial garantizar las condiciones de vida de la colectividad en términos que permitan el desarrollo y la felicidad, esa que desde la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica se elevó al rango de derecho fundamental. Sin embargo diversas concepciones económicas y políticas han enfocado tal búsqueda desde distintas ópticas.

En el liberalismo fisiócrata el margen de operación del Estado se reduce al de mero garante de la paz social; la economía, es decir, la generación y distribución de la riqueza, es una materia orientada por la mano invisible del mercado que en todo caso tiene la capacidad de conciliar las necesidades con los bienes y medios de producción. En este escenario se ha generado un fenómeno de desenfreno que polariza a los grupos sociales en dos extremos, el de la miseria y el de la abundancia. Por otra parte, en el Estado rector, se decide -a veces con el rigor de la bota y la fusta- los destinos de los hombres y su forma de vida. Ambas posturas han derivado en dictaduras del capital o del buró político.

Un punto intermedio pretendió la construcción de estructuras sociales más responsables y humanitarias, así surgió el estado de bienestar social en el que se permite y fomenta la libre competencia y por otro lado, se impulsa la rectoría moderada de la economía mediante la utilización del gasto público como motor del desarrollo. La gran pregunta es: ¿cómo debe ejercer el Estado el gasto público?

En su ensayo “Los límites del Estado de Bienestar” que apareció en el número 155 de la revista “Letras Libres”, Julio Crespo MacLennan hace una relatoría de los puntos flacos del “Estado de bienestar” en el caso español que bien podríamos traducir a cualquier país de las economías emergentes.

El Estado de bienestar tiene como consigna arropar en su seno al conglomerado social, garantizar en los términos más amplios el derecho a la salud, al trabajo, a la vivienda, a la educación al transporte, etc. Pero, ¿cuánto es suficiente?

Las voces que definen a ultranza el estado de bienestar social señalan que el “dinero público no es de nadie”, dicho en otros términos, no debe escatimarse su uso cuando el fin es beneficiar a la sociedad, porque, después de todo, los beneficios sociales generan desarrollo. El problema es que no todos los gastos sociales generan desarrollo y muchas veces obedecen a caprichos superfluos.

En España, señala Julio Crespo, bajo el argumento de aumentar las posibilidades para que todos accedan a los sistemas de educación, se ha preferido priorizar la gratuidad y la cantidad antes que la calidad. En aras de proteger a los desempleados, se han creado programas de asistencia que sostienen a millones durante meses, quizá años, sin que tengan que preocuparse por encontrar medios de subsistencia propia, como consecuencia, millones son los que dejan de contribuir con el pago de impuestos. Los gobiernos se afanan en extender las prerrogativas de los jubilados para que se retiren lo antes posible y con los mayores beneficios pero, en un país donde cada vez hay más pensionados y menos hombres en activo, ¿cuánto tiempo puede durar el bienestar?

El despilfarro es disculpado tras la justificación social. Los gobiernos no reparan en gastos, construyen aeropuertos, trenes bala, infraestructuras costosísimas que no terminan de redituar. El ejemplo ofrecido por Crespo es el del aeropuerto de la Ciudad Real ordenado por el gobierno de Castilla- la Mancha. Su costo, 100 millones de euros; su destino, satisfacer las necesidades de dos millones de personas. El resultado, un tráfico aéreo prácticamente inexistente. ¿Cuántos ejemplos similares podríamos ofrecer de nuestro lado continental?

Las historias de dispendio no son ajenas a la región latinoamericana, los recursos naturales son dilapidados en nóminas faraónicas, gastos frívolos, aviones, lujos, directivos de nivel gerencial que se duplican y triplican en funciones inútiles. Se derrumban edificios nuevos para construir otros idénticos, cada gobierno destruye una institución para erigir otra igual con distinto nombre. ¿Hasta cuándo podrán soportar las sociedades? Quizá cuando no existan más bienes a rematar, ni recursos para tirar por la borda, los gobiernos empezaran a pensar en proyectos más largos que lo inmediato.

Para quienes sostienen que lo importante son los beneficios a corto plazo, porque a largo plazo –aseguran- todos morimos, quizá deberíamos recordarles que la humanidad, la sociedad y la historia siguen cursos más largos que lo instantáneo.

La transformación de las instituciones impacta inmediatamente en la forma de vida y desarrollo de los individuos agrupados en colectividades, por ello es importante estimar las consecuencias de las transformaciones sociales porque, finalmente, todas las transformaciones del Estado deben irrogar bienestar real y no sólo fabricar apariencias.

*Abogado y filósofo/UNAM.

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