Por Francisco Martínez Bouzas*
Ante libros como esta colectánea de relatos de Rosy Palau, surge una pregunta primordial: ¿Por qué desconocidos peldaños somos capaces de ascender hasta esos hornos donde se quema una innominada lumbre que incendia nuestras noches de fantasía y que es siempre nueva, siempre se está renovando con llamas inéditas e inverosímiles? Hay ocasiones en las que nos da la impresión de que ya todo está inventado, de que la creatividad ya no es capaz de brindarnos nuevos amaneceres, capaces de sorprendernos con nuevos y esenciales resplandores. Este pequeño libro de prosas, fruto de la voz esencialmente poética de Rosy Palau, testimonia justamente lo contrario: que los manantiales del gran río de la fabulación no están agotados. Un poeta gallego, Luís Pimentel escribió en su día que la poesía es la gran verdad del mundo. Rosy Palau cree al contrario que la literatura es la más hermosa de las mentiras, aunque sus frutos surjan todos ellos de verdades emocionales, de los recuerdos de la infancia o de nuestros sueños de todos los días.
Con palabras ampliamente instruidas en la poesía que cultiva desde el año 1990, la autora nos fascina con sus colección de historias que posiblemente son mosaicos o absorciones de otras historias -lo es cualquier historia, si le hacemos caso a Julia Kristeva-, pero cuyo núcleo desencadenante fue mamado junto con las experiencias vitales de la escritora. Por eso las fantásticas imposturas plasmadas en este volumen de verdades emocionales y de recuerdos imaginados que surgen de la memoria, convierten la lectura de los relatos de Rosy Palau en una experiencia sumamente placentera.
Y así, acompañados por las almas que andan por ahí sueltas y que le hacen pena a la escritora, leemos los dieciséis relatos de La Casa del Arrayán. Somos espectadores, a través de la voz vicaria de la autora, de la llegada del circo venido de la China. Es el circo de las sombras que se presta a hacer su función con la Majei y el Manolo que hablan de casamiento. Escuchamos a la Lupita que se levanta de la tumba para que no sigan diciendo mentiras de que si estaba loca, que nació cuando las estrellas echaban chispas queriendo salir del cielo, que piensa que el amor no tiene mancha cuando es amor del bueno y después de la muerte le agarra el habladero y nos cuenta la promesa que la llevó al hoyo donde la tierra se junta con la tierra. También la cantinela del Dr. Singer: los fantasmas no son almas sin descanso de los muertos, sino los disfraces de nuestros deseos. Y cuando sorprende a Mercedes atravesar la pared de su cuarto, se da cuenta de que los deseos adquieren el poder de tener deseos. Y de nuevo a la Lupe que retorna en el cuento que rotula el libro para decirnos: “No se preocupe niña, al cabo todos estamos muertos” (página 63).
Y de esta guisa, dieciséis relatos, guiados por el mismo hilo conductor, excepto el titulado “Desde la luna”, una querencia de Rosy Palau, acrecentada en este caso por la intertextualidad. Historias nutridas en la tradición oral, núcleos diegéticos explícitamente anclados en esa cultura mexicana en torno a la muerte, en esa amalgama entre el aquí y el más allá que se complementan y que muchas veces confundimos con el surrealismo. Es esa sin duda lo que explica la cercana familiaridad con los muertos en los relatos de Rosy Palau. “Los muertos ya sean alegóricos o reales de lo único que de verdad se mueren es del olvido”, piensa Rosy Palau. Y en esa interconexión entre los vivos y los muertos, cobija la narradora la mayoría de sus relatos, que nos llegan aderezados con una expresión de belleza y de colorido absorbida y expresada lingüísticamente. Prosa muy sensual, lúbrica, cercana a la poesía y, a pesar de ello, my expresiva. Y con un plus añadido que yo siempre aplaudo: la presencia de los usos locales del español que son tan enriquecedores del idioma común. Una lengua exuberante, preñada de cromatismo, perfecto cauce expresivo para una imaginación sin límites.
Fragmentos
(La casa del arrayán)
“Con el sol brillante en la punta de los tabachines, los había visto venir. El carromato se abrió paso entre bolas de rama seca y ventarrones de polvo. Muñecos de trapo, bules, cazuelas, mecates enroscados, alborotaron el silencio al paso de las ruedas sobre los hoyos del camino. Ya en la entrada del pueblo, aminoraron la marcha y encendieron las bocinas. Un sonido de mil radios descompuestos sofocó la voz del anunciante, provocando que los que no estaban ahí, salieran de sus casas como si escaparan del fin del mundo. Luego se aclararon las palabras y todos pudieron entenderse. A las 5 del otro día, venido directamente de la China y aclamado por todas las naciones, el circo de las sombras daría su función”.
“Me llamo Guadalupe y estoy aquí, levantada de la tumba, para que no sigan diciendo tantas mentiras, para que nadie crea esas historias de que si estaba loca, de que si andaba por las calles contando las bolitas del rosario por uno que me dejó vestida de matrimonio a las meras puertas de la iglesia. Si alguna locura me quieren achacar, es la de haber nacido ese día del eclipse en que todo se puso oscuro, como los ojos de aquellos que esperaban lo peor, esos ojos que más querían oír que ver, pegados a las paredes como los perros a las patas de los catres, deshilachándose en las sombras. A todo el espanto se le arrimó otro espanto, el de los gritos de mi madre que eran, dicen, un ventarrón que hacía temblar la lumbre de los braceros. La Dolores que salió corriendo a traer agua del patio, sólo abrió la boca para decir que por allá fuera echaban chispas las estrellas queriéndose salir del cielo. Luego, yo lloré de hambre bajo el sol entero, enterito como los mangos y la guayaba que colgaban de los árboles llenos de trapos rojos (…)
La casa siempre estuvo llena de mujeres prietas, mitoteras de querer lo que no les pertenecían. Les bastaba doblar la hoja de un tamal para armar un cuento. A mi me tenían envidia, se les veía de lejos porque yo era blanca, porque a mi me consentían hasta por no hacer nada y sin que nadie se los pidiera, se dieron a la tarea de medirme el ocio. Se va a tullir, queriendo sacarle una canción al cacarear de las gallinas, murmuraban. Mi madre las dejaba decir y luego a las seis cerraba la tienda, tejía mis trenzas, me hacía en la frente la señal de la cruz y nos íbamos a la misa para que no nos ensuciaran los pecados”
*Crítico literario / Universidad de Barcelona
/ Pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino de Roma.