Por Iván Escoto Mora*
Hablar de Oaxaca es teñir de colores las palabras. Oaxaca es rojo y rosa, verde y naranja, azul encendido y el negro del barro bruñido apropiándose de las formas de la existencia. Todo es arte en esas tierras sembradas entre sierras y playas de infinita sensibilidad.
Basta caminar por las calles empedradas del centro y llegar hasta su plaza de armas, para ver artistas apostados a cada paso. La creación estética florece con la fecundidad de una selva voluptuosa. No es extraño que algunos de los pintores más relevantes de México hayan visto nacer sus días bajo el esplendor de unos cielos que recuerdan, por magníficos, a los de Gabriel Figueroa.
Rufino Tamayo es quizá el exponente más celebrado en la plástica oaxaqueña sin embargo, desde siempre, innumerables creadores podrían llenar las páginas de la historia del arte y las galerías de mil países, en mil museos con salones sin fin.
La cerámica, la madera tallada, la orfebrería, la talabartería, el textil; parece nada haber escapado a las dotes estéticas de las manos oaxaqueñas que con tradiciones centenarias transforman en poesía la tierra, la piedra, un lienzo, el papel o un puño de palabras. Habríamos de conocer la lengua nativa de sus hombres y mujeres para entender el idioma en que es posible hablar con las aves y las flores, con el viento y con los Dioses.
Los artesanos oaxaqueños tejen entre sus dedos los hilos del genio hasta volverlos materia, cuerpo, carne, vida, voz que pronuncia en silencio todos los nombres de la belleza.
No podríamos explicar cómo brota del lodo el universo sin pensar en las virtudes divinas de Hefesto, en la mitología griega, Dios del fuego y de la forja, de los herreros y los artesanos. Si buscáramos algún parangón en la mitología prehispánica, seguramente lo hallaríamos entre los artistas oaxaqueños.
Podríamos llenarnos de ciencia, remitirnos a la literatura, inundarnos de palabras y aun entonces carecer de medios para explicar el arte o su origen. Podríamos tratar de entender sin entender o simplemente dejarnos llevar por la monumental vida que habla sin voces, que incendia sin fuegos, que embarga el pecho y se apropia de los sentidos.
El arte oaxaqueño es tan vasto que difícilmente se agotaría en series enciclopédicas dispuestas en repisas interminables. Cuántas generaciones se hallan ocultas tras el trabajo de sus creadores. Artistas como el ceramista Juan Ramón Acevedo Ruiz, pintores como Alejandro Santiago, Fernando Andriacci, Sergio Hernández, poetas como Andrés Henestrosa o Natalia Toledo, son algunos nombres de largas listas que todos los días crecen un poco más.
Hago un rápido recuento por parte del arte oaxaqueño para rendir homenaje a sus hombres, a sus calles, a sus pueblos, a esa herencia bendita que en delicias culinarias ofrece al mundo manjares acompañados de calidez y alegres rostros. Tal vez haya en la tierra de Oaxaca una magia especial, tal vez sea eso lo que nutre a sus artistas, tal vez la lluvia o el sol que cae sobre su espacio o la poesía en el aire o quizá, como diría Natalia Toledo, “todo lo que puedes apreciar y querer de esta tierra,/ está dentro de ti”, dentro de Oaxaca, oculto en un profundo cofre, indescifrable y maravilloso.
Mucho más habría que decirse de su arquitectura, de su catedral, de su convento de Santo Domingo y de sus playas, de sus riquezas naturales, de los secretos de su sierra y sus pueblos, inveterados guardianes de milenaria tradición. Cómo será de antigua la historia en esa geografía cargada de imágenes al sur del país, que cuenta entre sus vecinos un longevo gigante de más de dos mil años. En la población de Santa María del Tule, crece un titán rodeado de bugambilias. El atrio de la iglesia dedicado a María de la Asunción es custodio de su cuerpo señorial, extendido al cielo con la autoridad de un coloso. Su inmensa copa estalla y cae como un volcán en erupción, verdores y sobras se desbordan por los suelos. Los niños juegan alrededor de su majestuosa ancianidad, cantan leyendas y cuentan las fieras que habitan su tronco -un león, un elefante, un cocodrilo –gritan los niños mientras apuntan sus dedos a las magníficas bestias.
Juan de Dios Peza (1852-1910) escribió “El ahuehuete de Santa María del Tule”. Las líneas de Peza que ahora transcribo, son probablemente las mejores que podríamos utilizar para hablar de lo que no se puede hablar, de la belleza indescriptible, de Oaxaca, del arte, de ese árbol maravilloso, de todo aquello que, por imponente, solo puede entregarse a un mutismo reverencial: “Con qué pompa a la vista te presentas, titán de éstas risueñas soledades, si sacuden tu copa las tormentas, sollozan en tus ramas las edades, qué te puedo decir, inspiras tanto que a mí me basta recoger tu nombre y darte mi mutismo como canto, frente a un árbol, así nada es el hombre”.
*Abogado y filósofo/UNAM