Por Víctor Roura*
1. El mundo de la farándula basa su hervidero mediático en la exageración, de modo que sin extravagancias, trastornos, ridiculeces y desmesuras nadie, en este ambiente, podría escalar con rapidez en los pináculos de la fama, esa furia de egos anhelada por los ambiciosos protagonistas del espectáculo aunque prontamente denostada por ellos mismos, luego de haberla perseguido con denuedo. ¿No el afamado hoy en día, y por eso se sabe que posee fama, es el que detesta las consecuencias de haberla obtenido?
Ahora, por ejemplo, si no aparece Lady Gaga, Stefani Joanne Angelina Germanotta (nacida en Nueva York en 1986), en las páginas de las secciones de espectáculos los editores, animales hambrientos de escándalo que son, no duermen a gusto: se sienten obligados, vaya uno a saber por qué, a publicar diariamente a las mismas personalidades en la creencia, estúpida, de que si no lo hacen van a perder, numerosos lectores. No entienden que toda esta faramalla de la flotación de las estrellas no es sino una inducción masiva de los medios, no una respuesta espontánea del desilustrado y pasivo –y por lo tanto hambriento consumidor– público.
La revista dominical de El País cae muy seguido en estas pavorosas tentaciones mercenarias, de manera que, con premura, dieron ya una portada a esta mujer que ahora, regocijada, quiere hacer creer a los receptores ingenuos que en realidad es un hombre, o un travesti, o un metrosexual, o un maricón emponzoñado, o cualquier cosa (quizás un afable ogro discográfico, no filantrópico), con tal de que las cámaras no dejen de enfocarla. El trabajo “periodístico” del diario madrileño se lo encargó a la cantante Alaska, la más extravagante popera española, para que ésta, a su vez –a la misma altura musical ambas, supuestamente–, ensalzara a la Gaga con fines evidentemente publicitarios: ¿cuánto habrá pagado la industria por la portada de esta publicación de prestigio? ¡Y si no fue así, de qué modo tan fortuito, joder, obtienen propaganda gratuita los enriquecidos!
Lady Gaga, a sólo dos años de su lanzamiento discográfico (invención de su entonces amante Rob Fusari, su primer productor), es hoy una exquisita millonaria que exige vestidos de Armani para sus presentaciones en la alta sociedad. El pobre Fusari, ya no teniéndola en su alcoba, la ha demandado por 30 millones de dólares por creer tener aún derechos sobre ella. Después de todo, fue este hombre quien la hizo. Sólo que no reparó en que este tipo de hembras se independizan de los poderes masculinos cuando los dineros empiezan a caer como alud en sus cuentas bancarias. Y la Gaga, como toda estrella mediática, es capaz de hacer cualquier cosa con tal de no salir de los reflectores.
No nos engañemos, escribe, “ver a Lady Gaga escupiendo sangre en la entrega de los MTV Video Music Awards o rompiendo una botella contra el piano en los American Music Awards es un revulsivo dentro de una industria fosilizada. Podría ser la anécdota de una excéntrica que ya no sabe qué hacer para llamar la atención. Pero las ventas la respaldan, y eso dentro del sistema de mercado es incuestionable: casi 20 millones de álbumes y 50 millones de singles”. Y, bueno, heme aquí escuchando su disco doble The Fame Monster para constatar, ¡maldita la hora!, su difundida excepcionalidad. Y me ha pasado lo mismo que con la Anita Vinatería (la Winehouse, pues): los ánimos se me han ido al suelo al corroborar que su música no es sino una fusión de diversos sonidos de ruidosos y apoteósicos antros, entre Madonna, Beyoncé, Rihanna, Jay-Z y Paulina Rubio. Nada nuevo, ni una extravagancia musical. Digo, Luis Miguel vende también millones de copias y, a la fecha, no tiene un solo disco memorable, lo cual es muy normal en estos estrellatos mediáticos. Lady Gaga, que es una combinación visual de Alice Cooper con Kiss entremezclados con Nina Hagen y Cher, exalta la fama, la sexualidad momentánea, el reventón, las amistades ocasionales, el dinero, los bailes discotequeros, la hermosa suciedad, las transitoriedades de la moda, la mierda que proviene de las cúpulas sociales. En fin, exactamente todo eso que ahora se ventila con ufano garbo en los tuiters: el esnobismo es el arma secreta de la aceleración juvenil, cuya esclavitud radica precisamente en su identificación con la masividad mediática. Tienen los espectadores tanta prisa que ni cuenta se dieron a qué hora se les metió en los ojos Lady Gaga, pero ahora no pueden prescindir de ella. Por lo menos hasta que reciban otra monstruosa oferta de la industria discográfica.
2. Yo vuelvo, tranquilamente, mis pasos a Tori Amos, a la adorable Natalie Merchant, a Sara McLachlan, incluso a Kate Nash, a Jewel, a Alison Krauss, a a Adele, a Fiona Apple, a PJ Harvey, a Suzanne Vega, a Sinnead O’Connor. Vuelvo con pausa mis pasos atrás. Y le deseo suerte a la Gaga, que a mí sus triunfos finalmente no me van ni me vienen, no me incomodan ni los celebro, que siga sangrando por la boca como Alice Cooper en su momento mató pollos en el escenario, que esas cosas, ajum, me dan mucho sopor.
*Periodista y editor cultural.