Por Víctor Roura*
1. Por supuesto, al independizarse nuestro país de España carecía de un nombre porque nadie lo nombraba como México, sino era un fragmento, un pequeño reino, de Fernando VII —al que respetaba Miguel Hidalgo—; pero tampoco hubo un consenso nacional para buscarle un nombre propio. También es sabido que fue José María Morelos y Pavón el primero en llamar a esta nación “República Mexicana”, si bien el nombre real es similar, cómo no —aunque no nos guste— al de Estados Unidos, sólo que con el agregado “Mexicanos”. Y, sí, todo esto puede ser ampliamente conocido; sin embargo, en la historia no existe un capítulo, una crónica, donde se detalle el momento exacto en que el país decidió (qué hombre decidió, qué hombres decidieron, en qué día se decidió) llamarse México. José Luis Lorenzo, en Historia general de México (El Colegio de México), escribe que “el viernes 12 de octubre de 1492 [y no 1942, como creía Vicente Fox], a las dos de la mañana, ‘… pareció la tierra’. Un Nuevo Mundo, después llamado América, había sido descubierto”… pero por ojos españoles, pues Cristóbal Colón quería conquistar las Indias, el oriente yendo por occidente, lo cual hizo que toda una ciudad desapareciera, con la complicidad de los mismos mexicanos, que odiaban a los aztecas. Nuestra historia, además de apasionante, es en efecto escalofriante. Y todo ello porque cada mediados de septiembre el “grito” me conduce a encontrar los significados del rito nacional: ¿cómo es posible que año con año miles de mexicanos acudan al zócalo capitalino para, luego de una insultante revisión policiaca —y a veces hasta grosera—, entonar de manera enfática simultáneos “vivas” a un país cuyo origen ignoran? Esta vez caminé por el centro del Distrito Federal justo el pasado 15 de septiembre, cosa que jamás había hecho. Lo confieso. Y fue atroz. La comitiva policiaca veía (ve, porque éste es un rito anual) en cualquier ciudadano la posibilidad de la intempestiva violencia. Y allí estaba yo, preguntando estúpidamente a quien se dejara: “¿Conoce usted el origen del nombre México?” Y nadie, escúcheme usted bien, nadie supo responderme. Pero llevaban matracas y silbatos para corear al unísono “Mexicó, Mexicó…”, lo cual tampoco me parece un improperio, pero sí un acto de visible desilustración. Por eso en los conciertos masivos los artistas pop saben cómo ganarse a su público: sólo mencionan, con un alarido estrepitoso, la palabra “México” y la gente reacciona de inmediato con un atronador aplauso y un nacionalismo ensimismado… aunque nadie sepa de dónde viene el origen de su fervor patriótico. “¡Jeeelooouuuu Mécsicooooo!”, grita, por ejemplo, Lady Gaga, y ya se embolsó al auditorio, que cree identificarse, ipso facto, entonces con la cantante, y como la cantante ya sabe los pormenores sentimentales de una colectividad (para eso tiene, carambas, a su equipo disciplinado de audaz marketing), en cada país donde asiste grita el nombre del suelo donde está pisando y el público reacciona entregándose por completo a ella. Somos patrióticos por naturaleza, aunque no entendamos nada de sociología de masas.
2. Hace ya algunos ayeres en ciertas regiones de la República Mexicana se apuntaba en carteles monumentales: “Haz patria, mata a un chilango”, y se decía absolutamente en serio. No era un juego de discriminación aleatorio ni una conspiración alegórica (por aquello de la política centralista), sino una provocación consciente. Una vez, en Guadalajara —durante una visita a la Feria Internacional del Libro que cada año se desarrolla en esa entidad—, ya camino al aeropuerto para mi retorno al Distrito Federal luego de una breve plática en ese festival literario (y no literario, pues cada vez es más abierto al oportunismo de las letras, que esa es muy otra cosa), me introduje a un cajero para tener algunos billetes y poder abordar un taxi. Un muchacho estaba antes que yo retirando ya dinero, aunque había dos cajas en ese espacio. Le pregunté si servía el otro —para no incomodarlo, o pasar en balde— pero nada más volteó a mirarme en silencio. No dijo nada. Volví a preguntarle, nomás por no dejar. Me regresó una mirada fiera, esta vez. Así que pasé directamente al cajero para comprobar que sí funcionaba. “Sólo estaba preguntándote, no quería molestar”, le dije, muy cerca uno del otro. Tampoco esta vez dijo nada. Y ya de salida, con rencor en la voz, me mentó la madre y respondió, con sordidez inaudita: “¡No tengo obligación de responderle a un pinche chilango!”, gritó, y me dejó sumido en una tristeza honda, y quizás injustificada. Y tampoco supe desvelar su asombrosa capacidad de identificación: ¿cómo diablos supo que yo era un habitante del Distrito Federal?, ¿por mi entonación vocal?, ¿por mi apariencia?, ¿por mis zapatos?, ¿por mi modo de preguntar?, ¿por qué el sol en ese momento le calentaba infernalmente la cabeza?
*Periodista y editor cultural.