Por Miguel Angel Avilés Castro*
Nunca había leído una novela como ésta. Ahora Juan me la restregaba en la cara y yo moría de coraje, pero no dejaba de leerla.
Empezamos juntos en eso de la escribidera, pero desvíos que jamás entendí, llevaron a Juan al abandono de la afición por la literatura.
Yo le había agarrado sabor a esto cuando a tres incautos señores que componían el jurado les dio por elegir a mi cuento La Corazonada como el mejor de ese concurso regional.
Recibí una flor natural, me dieron un diploma, coroné a la reina de las fiestas tradicionales, y pasé la velada en la mesa de honor junto a enfadosos personajes de la política y la cultura local con los cuales acabé en un tugurio llamado “El Toro Bravo”, donde conocí a una bailarina que, al menos a esas horas, me pareció esplendorosa y a quien, ya cuando iban cerrar, llegué a proponerle matrimonio.
Ese fue el premio que recibí porque era un cuento de seductora fluidez, amplio y mordaz dominio del lenguaje coloquial y una trama impredecible, según dijeron esos tres cabrones en su acta de dictamen.
El cuento también lo publicaron en el suplemento cultural que aparecía todos los domingos en la La Voz del Ciudadano, el periódico de mayor circulación de la localidad.
“El padre de Raquel era un viejo espigado y locuaz, reacio a bañarse con regularidad pero adicto a levantarse a diario, nomás clareando, para salir a la banqueta y levantar con un recogedor hecho por él mismo, la fresca mierda de los perros que depositaban sus necesidades frente a su casa.”
De este modo empezaba el cuento aquel. Raquel por su parte, su hija única, era una frondosa jovencita, huérfana de madre a los siete años, virgen aún y empedernida lectora de Carlos Cuauhtémoc Sánchez y Miguel Ángel Cornejo, de superación y de todas esas cosas.
El padre de Raquel, al que debido a mi desmemoria ahorita diremos que se llamaba Florentino, en la cúspide del cuento muere ejecutado por unos narcos cuando estos también dejaron como coladera a un abogado que tenía de vecino y que era el blanco principal de los mafiosos.
“Don Venustiano, (ah porque así se llama, ya me acordé), enfundado en un pans del América que le había regalado su hija el día de su cumpleaños, arrastraba con la escoba un montículo de mierda, cuando una bala atravesó su corazón.”
Raquel lo lloraría desconsolada, pero a los días, la autoridad la sopeó y, luego de ser sometida a científicos interrogatorios, terminó por confesar cínicamente su fechoría. Ella y su novio, un tirador de cristal de por esos lados, habían planeado todo para quedarse con la casa y unos ahorritos que el viejo tenía en el banco para lo que fuera ocupando”.
El cuento, como aquel de Paco Ignacio Taibo II, tampoco tuvo final feliz. El que sí lo tuvo fui yo, por todo lo que les conté del premio y la peda que me puse a costillas del erario que esa noche los trajeados gastaban a sus anchas.
Por ahí iba la trama que premió el jurado y que gracias a ellos me tragué la idea que esto de la escritura era lo mío. Traje el periódico bajo el brazo por varios días y se lo mostré al que se dejó. Después de eso deserté de la carrera de biología y me metí a la de letras, según yo, para cimentar mi promisoria carrera de escritor.
En los primeros días de clases me hice amigo de Juan. También de la Machy y de la Tania y de Wilfredo, pero más de Juan. En el salón Juan y yo nos sentábamos en los bancos de atrás y mientras yo me la pasaba atento a la exposición de los profesores, Juan, como si no le interesara lo que se estuviera diciendo, sacaba una hoja y se ponía a dibujar al primero que se le venía en mente.
Cuando llegaban los exámenes, Juan sacaba las más altas calificaciones y a mí me iba de la chingada.
Una vez, en la clase de literatura mexicana, Juan tuvo un altercado con el maestro porque este dijo que Rulfo estaba sobrevalorado. Juan pidió el uso de la voz y se pasó casi diez minutos hablando en defensa del autor de Pedro Páramo. El maestro contrarreplicó y Juan, encrespado, lo interrumpió con otra ráfaga de argumentos que le valió la admiración del todo el grupo y el reconocimiento del mentor, tanto para su interlocutor como para el insigne tocayo de mi amigo.
Esa vez salimos del salón palmeándole la espalda a Juan, y junto con la Tania y el Wilfredo, porque la Machy no habia venido, de puro gusto nos fuimos a Sanborn’s a comernos unos molletes con chorizo.
Juan seguía enchufado y ahí, cual un monólogo, como poseido habló, habló y habló de Rulfo y luego de Arreola, y de Novo y de Villaurrutia, de Paz y de un revoltijo de autores que la verdad yo no conocía y cuyas historias no las tuvimos que zampar al ritmo que nos zampábamos los molletes.
La Tania propuso que nos metiéramos al bar de al lado, el Will la secundó y de ahí no salimos hasta que tres meseros se pararon impacientes a espaldas de nosotros.
Como esas, fueron varias. Cada que alguno traía un dinerito partíamos a comer o al cine o a cualquier antro que estuviera lo suficientemente cerca para ir a pie.
Al tiempo, la Tania salió embarazada y abandonó la escuela. Entonces el grupo se partió y dejamos de frecuentar esas guaridas.
Juan y yo nos dimos a la tarea de editar una revista, pero no invitamos a la Manchy porque temíamos que también saliera embarazada, y eso bastó para que el Wilfredo nos tildara de sectarios y se pintó de colores con otra banda de la propia escuela.
Cuando salió el primer número de la revista la quisimos vender, pero sólo nos compraron dos ejemplares. El resto del tiraje lo regalamos entre los amigos, y otra buena parte la fuimos a dejar a la entrada del café de Sanborn’s.
Lo intentamos de nuevo con un segundo número y ahí aproveché para publicar el cuento que ganó aquellos juegos florales.
De ese número se vendieron como diez ejemplares y yo, con desmedida emoción, le dije a Juan que todo eso era gracias a la publicación de mi cuento. Esa liviana afirmación fue suficiente para que me fuera peor que al maestro que había arremetido contra Rulfo.
El tercer número ya no salió. Juan puso miles de pretextos y nunca nos pudimos juntar para formarlo. La revista pasó a mejor vida y mi cuento también, porque ya nadie me lo quiso publicar.
En el siguiente semestre Juan escogió un horario distinto y nos veíamos poco. Acaso una vez en los pasillos, otra en Sanborn’s, otra más en algún antro.
A la que sí vi fue a la Tania. Traía un niño en brazos y me confió, mientras lo mecía, que estaba por entrar a editar el suplemento cultural de no sé qué periódico. Cuando oí eso sentí que me llevaba la chingada, pero le tuve que decir que me daba mucho gusto. Le hice un cariño a su horrendo hijo, me dio su mail y le prometí que le mandaría, en exclusiva, subrayé, uno de los cuentos que en los últimos meses habia hecho.
Nunca me publicó nada.
Después me dio por escribir poesía, pero nunca tuve el valor de mostrárselas al Juan. Hice una estela de poemas que fui sumando en una libreta y, henchido, se la regalé a una muchachita del barrio, quien desde entonces no me dirige la palabra. Hice también un acróstico, pero este lo vendí a un amigo cuya hija estaba por cumplir quince años y querían que apareciera grabado en la invitación.
Aparte de eso no me volvieron a editar nada. Lo que produje fue quedando en un maletín que al tiempo mi madre echó al carro de la basura.
Al Juan lo dejé de ver. Por el Wilfredo supe que se habia salido de la escuela y que andaba mesereando en un restaurante muy de caché en Puerto Peñasco.
Yo hice cuatro semestres, y al quinto me salí porque quedé debiendo tres materias.
En la casa no dije nada y todas las tardes salía a caminar hacia donde me diera la gana. Me iba a la plaza y me fumaba un cigarro y otro y otro. Llegaba a Sanborn’s, me tomaba un café o un par de cervezas y regresaba a la casa para hojear algunos de los libros que llegué a comprar (y que el Juan los recitaba de memoria), y luego me quedaba dormido.
Al día siguiente me levantaba tarde y otra vez lo mismo, hasta que harté a mi amá y se negó a lavar mi ropa si no me ponía a chambear.
Contra lo que yo pensaba, cumplió al dedillo su amenaza, y así, con los pantalones duros, salí a buscar trabajo y después de recorrer varios locales en el centro, entré a un laboratorio y a las primeras de cambio cometí el error de de decirle a la encargada –una mujer robusta y con una verruga en la frente– que tenía estudios de químico biólogo, y sin pensarla mucho me contrataron como asistente, para que mantuviera ordenado el cuarto donde se reservaban las muestras de todos los análisis.
Estuve dos meses lidiando con tubos de sangre y frascos de orina y caca. Esto último me recordó a don Venustiano, el personaje aquel del cuento que le daba por levantar la mierda que diariamente excretaban los perros enfrente de su casa.
Una vez se armó un escándalo porque en los resultados de una señora de la tercera edad había salido positiva la prueba de embarazo. Según la gorda de la verruga en la frente, yo había sido el culpable, porque acomodé mal los frascos y sin más ni más me corrieron. Mi madre no me creyó y mantuvo el castigo. Ya no me importó. Ahora volvía a salir de mi casa de las once en adelante y no regresaba hasta que se me hinchaba el ombligo.
Me iba al mercado y de ahí a pasear a la Uni; de la Uni un rato al Sambor`s, y más tarde pasaba a visitar a una amiga y ahí de nuevo al Sanborn’s, y en la noche lo que la suerte me trajera. En eso ires, ya ni me acuerdo dónde, me topé con una convocatoria que invitaba a escritores y público en general a participar en el concurso Escríbele a tu ciudad. Ese día llegué temprano a casa y me encerré a escribir, según yo, lo más excelso: “Esta ciudad está cansada”, se llamaba mi crónica de dos o tres cuartillas.
Conté uno a uno los días que faltaban para que se emitiera el fallo.
El diploma, un altero de libros y el cheque por unos cuantos pesos fue para un tal Carlos Domínguez Tapia, viejo cronista de la ciudad que todos los días aparecía en la radio. Contaba y contaba y contaba una gama infinita de babosadas, pero al igual que yo en aquella vez, él también tuvo la suerte de encontrarse con un jurado muy aldeano, presidido por un inolvidable maestro de secundaría: Miguel Garma Díaz, tan cursi y rudimentario como el ganador.
Estoy seguro que todo esto lo mascullé por pura envidia.
Busqué al Wilfredo y en su casa tomamos hasta quedarnos dormidos.
Volví a casa dos días después con la consigna de reescribir mi crónica y mandársela a la Tania. Así lo hice. “Tomo nota, saludos”, me contestaría lacónica minutos después.
Al domingo siguiente mi texto apareció publicado sin quitarle ni una coma.
Le mandé otro correo y le propuse que nos viéramos para agradecerle y compartirle otros trabajos que por ahí tenía guardados.
A esa hora, Sanborn’s es una aletear de gaviotas, voces que se juntan. Se oye el tintinear de cucharas, el zumbar de palabras. Me senté al fondo junto a una maceta llena de colillas de cigarros. Sorbí el café largamente y me puse a garabatear en una servilleta. De pronto sentí que me tapaban los ojos: al instante me pegó el olor a nicotina. La Tania traía puesto un overol de mezclilla, y dos trenzas largas le caían en sus hombros.
Abrazos, risitas, miradas a la cara, besos de cachete, disfrute mutuo y añoranzas. Pidió un capuchino con galletas y cuando la mesera se retiraba, la Tania sacó un libro de su bolsa. “Aquí te mandan” dijo, como exprimiéndole a una llaga. Era una novela de sobria edición y ahí en la portada a color estaba inscrito su nombre con todas sus letras: JUAN MELGAR.
*Abogado y escritor. La Paz Baja California Sur/Hermosillo.