Por Víctor Roura*
1. Al finalizar los sesenta “La broma”, de Milan Kundera, fue traducida a todos los idiomas occidentales, según el mismo autor asegura en su libro “El arte de la novela. Pero, ¡menudas sorpresas! –escribe Kundera–: en Francia el traductor reescribió la novela ornamentando mi estilo. En Inglaterra el editor cortó todos los pasajes reflexivos, eliminó los capítulos musicológicos, cambió el orden de las partes, recompuso la novela. Otro país. Me encuentro con mi traductor: no sabe una sola palabra de checo. ‘¿Cómo la tradujo?’ Me contesta: ‘Con el corazón’, y me enseña una foto mía que saca de su cartera. Era tan simpático que estuve a punto de creer que realmente podía traducir gracias a una telepatía del corazón”. Así, una y otra vez, Kundera fue hallando sus libros en otros idiomas que eran otros libros muy distintos al original suyo. “Por eso hace unos años –dice Kundera– me decidí a poner orden en las ediciones extranjeras. Y esto no se llevó a cabo sin conflictos ni fatigas: la lectura, el control, la revisión de mis novelas, antiguas y nuevas, en los tres o cuatro idiomas en los que sé leer, han ocupado por completo todo un periodo de mi vida”. Pero Pierre Nora, director de la revista Le Débat, debió de darse cuenta, dice Kundera, “del aspecto tristemente cómico de mi existencia de pastor” (el autor que se “afana por supervisar las traducciones de sus novelas corre detrás de las múltiples palabras como un pastor tras un rebaño de corderos salvajes”) y en cierta ocasión, “con mal disimulada compasión”, le dijo: “Olvida de una vez tus tormentos y escribe más bien algo para mí. Las traducciones te han obligado a reflexionar sobre cada una de tus palabras. Escribe, pues, tu diccionario particular. El diccionario de tus novelas. Tus palabras-clave, tus palabras- problema, tus palabras-amor…” Eso fue lo que hizo Kundera. Y con eso se sacudió a sus endemoniados traductores.
2. En los libros de, digamos, Charles Bukowski nos enfrentamos precisamente con el problema de no saber con exactitud a quién estamos leyendo, si al que lo escribió originalmente o al traductor que acomodó a su juicio la palabra que consideró pertinente. Por ejemplo, cuando leemos textos de Bukowski en traducción de José María Álvarez Flórez y de Ángela Pérez (Editorial Anagrama, Barcelona) nadie puede creer en las expresiones sonoras contenidas en esos libros. Sin necesidad de hacer una exhaustiva investigación, en ciertos pasajes el que está diciendo algo no es Bukowski sino sus traductores. Una muestra: “Ese condenado gilipollas me ha hecho rabiar. ¡Rediez con el asunto!” Es obvio que no está hablando Bukowski. Sus traductores lo han querido acercar a su contexto españolizado, ciertamente (ni siquiera a un castellano americano), pero sin duda también han desvinculado, de muchos modos, su particular lenguaje. Porque hay palabras irremplazables.
*Periodista y editor cultural.