Por Miguel Ángel Avilés*
Todo cambió cuando me puse la máscara de “El Santo”. Fui a mi casa y, cuando regresé, él aún se hacía el gracioso a mis costillas. No hice ruido, llegué espichadito por entre los carros robados que vendía su papá y como un gato montés le salté encima con saña inaudita. Los demás hicieron una rueda y se dispusieron a presenciar la contienda. Era un día nublado y unas plumas de agua caían en la banqueta. La tierra húmeda nos acogió y rodamos por el suelo sin pedir cuartel.
El “Mike” había estado burlándose de mí toda la mañana. Les dijo a los demás que no se juntaran conmigo porque les pegaría los piojos y todos soltaron la risa. Yo me puse colorado, me rasqué la cabeza y guardé silencio. Me acomodé los chores que me quedaban guangos y me metí las manos a la bolsa. En el cielo vi unas nubes oscuras y de pronto le pedí a diosito que al “Mike” le dejara caer un rayo.
La llovizna aumentó pero nadie se fue. El Martín, el “Salva”, el “Kiko”, el Lorenzo, el Koby que siempre andaba oliendo a miados y El “Toker”, el perro del “Salva”, se acomodaron alrededor de los carros robados que vendía el papá del “Mike”.
El Salva luego agarró un balón y se puso a jugar dominadas con él. El “Kiko” lo vio un rato hasta que se le cayó y, enseguida sacó un fajo de estampitas de su bolsa y las empezó a intercambiar con el “Koby”, quien esa mañana venía más apestoso que nunca.
El “Mike” volvió con la cantaleta y ahora dijo que nadie se quería juntar conmigo por piojoso. Me moví de lugar, y cuando pasé junto a él, me hizo chamoy, lo cual fue festejado por la carcajada de todos. A mi cuerpo lo invadió un temblor de puro coraje, pero me aguanté y le seguí pidiendo a Dios que le mandara un rayo.
De pronto vi que el Lorenzo se subía al capacete de uno de los carros y con la misma se aventó una plancha sobre el Martín, quien lo cachó, pero los dos fueron a dar al suelo húmedo. El “Koby” voló sobre ellos y le contó las tres palmadas. El Lorenzo se paró y levantó las manos en señal de triunfo.
De la casa del “Mike” salía un olor a chorizo con papas y se me hizo agua la boca. Mis tripas se alborotaron pero no dije nada. De pronto se apreció una luz y enseguida escuchamos un tronido a lo lejos, como presagio de la lluvia que se dejaba venir con más potencia.
Nadie se fue. Para guarecernos del chaparrón, pasamos al porche de la casa del “Mike” y ahí el “Kiko” y el “Koby” siguieron jugando a las estampitas.
Mes tras mes llegaban los álbumes a la tienda de don Salvador y todos hacíamos lo posible por llenarlos. A veces llegaban de animales o de personajes de Walt Disney o de luchadores o de otros que no me acuerdo, pero eso sí, casi nunca lo podíamos llenar porque faltaba la difícil, singular adjetivo que le dábamos a esa estampita que faltaba para completar la página e ir corriendo a canjearlo por cualesquiera de los objetos de mala calidad que estaban colgados de un mecate en los estantes del changarro, pero que no era otra mas que el gancho de los promotores para que estuviéramos comprando y comprando, con la ilusión de que saliera la difícil y presumírsela a todos los niños del barrio. Por eso el “Kiko” y el “Koby” traían las bolsas retacadas de estampitas de tanto comprar y se ponían a jugar donde podían. Esa vez se pusieron a jugar en el porche de la casa del “Mike” sentados en el piso, pero al rato el “Kiko” se levantó de un golpe diciendo que el “Koby” apestaba un chingo.
De pronto la lluvia se soltó y todos corrimos a bañarnos. Por la calle empezó a correr un arroyo café y espeso. El “Toker” también se metió con nosotros y nadaba como gente, moviendo las patitas y sacando la cabeza.
Yo me paré porque me dio un calambre y me puse a ver cómo el Lorenzo y el Martín de nuevo se batían en una lucha acuática. En eso estaba cuando el “Mike” llegó por atrás y de un tirón me bajó los chores. Los segundos que tardé en subírmelos me parecieron un siglo; un siglo lleno de carcajadas y de apuntes con los dedos del “Salva”, del Lorenzo, del Martín y del “Koby”. Seguramente me puse rojo o no sé, pero enfrenté al “Mike” que aún se reía y le tiré una patada, nomás que me agarró el pie y caí de bruces en lo que ya comenzaba a hacerse un charco.
La lluvia se iba calmando lentamente y ahora el cerro ya se veía clarito. De eso me di cuenta después que me puse de pie y miré con los ojos vidriosos hacia cualquier parte como para tragarme el coraje, la vergüenza y un chorrito de agua puerca que me entró por la nariz.
En el cielo apareció la silueta de un arcoiris. Cuando lo vi, se me desvaneció la esperanza de que esa mañana le cayera un rayo al “Mike”.
El “Salva” cogió otra vez el balón y propuso que jugáramos a las dominadas. Los demás le hicimos rueda y él inició la competencia. Cuando al unísono contábamos treinta y nueve, sentí un duro golpe en mi lóbulo que provenía de los gordos dedos del “Mike”, quien parado atrás de mí, soltaba una grotesca risotada. No resistí más. Con el llanto a punto de estallar y las quijadas endurecidas, desairé el balón que me acercaba el Salva y me fui a la casa dispuesto a todo.
En cuanto crucé la puerta fui hacia ella. Mi papá la había colocado ceremoniosamente en el busto que le hicieron a él cuando fue modelo y nunca nadie la había movido de ahí. Me acerqué a ella y la vi, hoy me acuerdo, esplendorosa, mística, plateada, como atrayéndome, como mirándome, como llamándome. Me subí a una silla para alcanzarla y la desprendí del rostro de papá. Él se me enfrentó con esos ojos grandes y el cabello untado hacia atrás, su bigote ralo y una mirada profunda como si me quisiera decir mil cosas. Bajé con la máscara en mis manos y antes de salir de mi casa me la puse lentamente. De pronto vi una luz relampagueante y de inmediato escuché un tronido fuerte, muy fuerte. En el camino sentí como mi cuerpo se ensanchaba y mi corazón ya no latía tan aprisa. Con serenidad y una fortaleza nunca jamás sentida me escabullí por entre los carros robados que vendía el papá del “Mike” y cuando llegué hasta donde estaban todos, él aún se hacía el gracioso a mis costillas. Sin pensarla, le salté valerosamente y caí sobre él con todas mis fuerzas, como si le cayera un rayo.
El Martín, el “Salva”, el “Kiko”, el Lorenzo y el “Koby” hicieron una rueda y se dispusieron a presenciar la contienda, que parecía a muerte. Sin pedir cuartel, rodamos por el suelo empapado y nos detuvimos en los pies del “Koby”. Todo mi cuerpo estaba lleno de lodo, pero la máscara estaba intacta, iluminada, majestuosa. Entonces lo dejé que se levantara, me subí a uno de los carros robados que vendía su papá y desde ahí me lancé con un tope y otro y otro más hasta que lo vi tirado y fangoso como un muñeco de barro. El Martín, el “Salva”, el “Kiko”, el Lorenzo y el “Koby”, que esta vez apestaba más que nunca, no paraban de reír y festinar el espectáculo. “El Toker” soltó un ladrido y movió la cola sucia.
“El Santo”, mientras tanto, arrastraba como un bulto al muñeco de barro y deleitaba al público con una de sus mejores luchas. Tomé de los pelos al rival y le hundí la cabeza en un charco que aún quedaba. El “Mike”, mugriento y débil, se enderezó como pudo y avanzó hacia los demás clamando auxilio. Ahora parecía una momia, un hombre vampiro, un zombi. Agachó la cabeza y su cuerpo se fue con toda ella hasta desplomarse sin remedio en la tierra fresca. Yo le caí en su espalda y sin piedad le apliqué la de a caballo. No lo solté hasta que me bajó las perlas de la virgen.
El Martín, el “Salva”, el “Kiko”, el Lorenzo y el “Koby” me subieron en hombros y así me llevaron hasta la casa. Unas plumas de agua empezaban a caer de nuevo en la banqueta…
Texto incluido en el libro “Santo y Seña”.
Relevos narrativos sobre el enmascarado de
Plata de próxima aparición cuyos compiladores
son Miguel Ángel Avilés y Mara Romero.
*Abogado y escritor.